La merienda era un
pan
Con aceite y azúcar.
Cortabas el pan en
dos
Y en una de sus
mitades
Hundías el dedo
índice
En su esponjosa miga
Y en el hueco dejado
Introducías luego
Un verde chorreón
De aceite y un puñado
Generoso de azúcar.
O a veces una onza
De oscuro chocolate,
Que con la misma
técnica,
El dedo indicador
Enterraba en el seno
De la horneada
harina.
Pero pasado el tiempo
Quedarían atrás
Esas antiguas
técnicas
Y se adoptaron
nuevas:
Abriríamos el pan
Untando sus mitades
Con mermelada, miel,
Tomate o mantequilla.
Y hasta en ocasiones
introduciendo entre ellas
algunas finas lonchas
De embutidos al uso.
En los años más duros
De la posguerra era
La merienda un lujazo
Que tan solo los
ricos
Y sus afines podían
Permitirse a diario.
Con el tiempo la
hambruna
Cedió algo y el pan,
Negro, duro y escaso,
poco a poco, llegó
A las mesas desiertas
De los pobres más
pobres.
En aquella época
El salir a la calle
Comiendo un bocadillo
Era algo que las
madres
Nos tenían prohibido.
Había que comer en
casa:
“No se puede desconsolar
A los que menos tienen”.
Pero nosotros, niños
Al fin y al cabo,
siempre
Conseguíamos eludir
Los controles
maternos
Y, sandwich en mano,
(lo de ‘bocadillo’
vino mucho más tarde)
Echarnos a la calle
En un despiste.
Darle un pequeño
trozo
A algún buen amigo
O permitirle que
asestara
Algún fugaz bocado
A tu merienda era
Aprender a conjugar
El verbo compartir:
Una experiencia
Enriquecedora
Que forjaba también
Nuestro carácter.
Si -cosa bastante
extraña-
Sobraba algo de sandwich
Y nadie lo quería,
El ritual era claro:
Se besaba el pan
(Era el fruto sagrado
Del trabajo paterno)
Y se depositaba
Sobre algún muro,
poyo
O alfeizar de ventana.
Todos sabíamos bien
Que en algún momento,
Cuando nadie mirara,
Alguna otra persona
más pobre y más
hambrienta,
daría cuenta de él.
Miguel Ángel G. Yanes
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