María,
madre, mujer de campo, tinerfeña,
Tendió
el mantel de lino sobre la mesa y puso
Con
cuidado exquisito su vajilla de barro,
Las
servilletas de tela, los cubiertos...
Trajo
el único pan amasado en la artesa
Por
las manos antiguas de la abuela
Y
horneado con leña de sarmientos
Secos
y retorcidos de la poda otoñal.
Una
jarra de vino con el borde
Desportillado, roto, como un labio
Sangrante que goteara, sobre un campo
De batalla de dureza granítica.
Y un
lebrillo donde el gofio, escaldado
Con el
hirviente líquido, humeaba
Con
un adorno de cascos de cebolla
Y un
chorreón de mojo de cilantro.
Luego
vino el enorme caldero de aluminio
Con
su caldo, sus papas, sus verduras…
Carne
no había ¡claro! Y es que a los pobres
Su
agujereado bolsillo no les daba.
Así
y todo, como una piña unidos,
El
hambre pasaba a duras penas
Entre
aquella alegría de vivir
Que
nunca supimos de donde procedía.
Al parecer había
algo que celebrar,
pero no teníamos muy claro
de que repuñetas se trataba.
Miguel Ángel G. Yanes
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