(A mi hermano Palmiro)
La gran araucaria,
que en nuestra infancia,
al desgarrar la tarde con su
aguzada lanza,
revestía de plumas
aquel sueño invernal de tantas
almas
con su disfraz de niño,
yace herida de muerte,
con su pie y sus cien brazos
desgajados del resto vegetal
de su cuerpo.
Por su marchita frente,
una fila de hormigas,
interminable pasa,
y un último suspiro,
sonoro de madera,
agitará un recuerdo
dormido en los anillos
concéntricos del pecho,
al tiempo que la sombra
difusa de unas alas
nos roce el invisible perfil
de la esperanza.
Miguel Ángel G. Yanes
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