Cuando, tras incontable años, te tropiezas de pronto con un antiguo amigo, y ves cómo la vida lo ha maltratado y roto, y se aferra a tu cuello como si fuera un náufrago, algo cruje en tu pecho; no son tendones, ni huesos, ni cartílagos, ni siquiera la piel, ni la camisa. Más allá de la rotunda fuerza del abrazo, crujen los rincones del alma y todo se hace añicos muy despacio.
Cuando miras sus ojos, y ese dolor que es fuego diluido, pugna por derramarse, sabes que una tristeza sin cauce y sin medida te arrasará en el golpe de su ola.
Desaliñado, sucio, hambriento... solo.
Una palabra en el oído: ¡amigo! Y un silencio, preñando de congoja su quebradiza voz, su reseca garganta, viene de profundos, terribles, solitarios infiernos.
No te pide dinero, sólo un poco de tiempo y una copa, para agitar, al unísono, el caleidoscopio del pasado, y en sus colores regresar a los años felices, junto a aquellos que están y que no están.
Lo separo de mí y, de pronto, veo que es un espejo donde aturdido me miro y me remiro.
Nadie está libre de esa maldición, de perderse de pronto en este mar, aunque siempre creamos que sólo le ocurre a los demás.
Pero, si por los lazos del demonio, me perdiera en las aguas de su averno… ¡Válgame el cielo! ¿No me gustaría sentir, alguna vez, el abrazo sincero de un amigo?
Miguel Ángel G. Yanes
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