Apoyada en un semiderruido muro de piedra seca, antaño soporte de un bancal de cultivo, formaba una verdadera cúpula vegetal bajo la que solía cobijarme del sol, y es que la copa de la higuera crece en función de lo que crezcan sus raíces; y allí, donde silencio y soledad enhebraban con su aroma embriagador el paso furtivo de las horas, boca arriba, con la espalda aplastando la hierba amarillenta y seca, y la mirada perdida en los mundos que me abrían las páginas de un libro, disfrutaba de aquella libertad sin límites, leyendo sin medida y sin tregua, hasta que la luz se rendía en mis ojos y me gritaba: ¡basta!
Miguel Ángel G. Yanes
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