No era la lámpara de Aladino, ¡no!
Era lámpara eléctrica de mesilla de noche
E iluminaba el cuarto de mi infancia,
Al que un ventanuco junto al techo apenas
Dejaba llegar la luz hasta la cama.
Era tarde de invierno, la recuerdo
Con esa oscuridad de nubarrones.
Amenazaba lluvia, tal vez hielo.
Hacía mucho que ya no granizaba.
Era una calma tensa, húmeda, quieta,
Densa y pesada, a punto casi
De desplomarse de golpe y aplastarnos.
Era ritual sagrado en mi familia
Dormir la larga siesta con pijama.
Después del cotidiano zafarrancho
De recoger la mesa y la cocina,
El silencio reinaba desde el patio
Al rincón más profundo de los cuartos,
Roto tan sólo por los pájaros
Y el apagado ronquido del abuelo.
Me obligaban a ello, pero nunca
Conseguía dormirme a media tarde.
Así que cuando todos parecían descansar,
Echaba mano, raudo, a mis tebeos
Y pasaba ese rato, convertido
En Jabato o en Trueno, siempre en lucha
Con malvados villanos y asesinos,
Protegiendo a los pobres y a los débiles
De dragones, de lobos y de amos.
Aunque esa tarde oscura lo impedía.
Por lo que decidí encender la vieja lámpara.
Pero se negó en redondo a iluminarme.
Agarré con la zurda su pie helado
De brillante metal, y con la diestra
Intenté hacer girar, haciendo fuerza,
Su cansada bombilla por si acaso
Estuviese la rosca un tanto floja.
Pero aquel intento de obligarla a lucir
A toda costa, no fue muy buena idea.
En el acto, con sus ciento diez voltios
Y no sé qué montón de amperios vino,
Con su furia maldita, la corriente,
A recorrerme con prepotencia el cuerpo:
Desde las uñas de mis pies helados
A las erizadas agujas del cabello.
Y atrapado quedé, como una mosca
Con las patas metidas en la miel.
Grité y grité, al sentir que no era dueño
De mover ambas manos a mi antojo,
Que una cuerda invisible las ataba
Y un extraño temblor me sacudía
Como una fiebre helada que quemara
Mi corazón, mis labios, mis sentidos.
La siesta familiar saltó en pedazos
Y acudieron de golpe a socorrerme.
La primera en llegar, como hacía siempre,
Fue mi abuela Melania. Vano intento:
Tirando de mis hombros con ahínco
quedó presa conmigo de aquel genio
Furioso e invisible de la lámpara.
El abuelo gritó. Su voz metálica
Sacudió las paredes de la casa.
Acto seguido cesó el temblor y pude
Librarme de una vez del maleficio,
Al igual que la abuela, en un instante
Que para mí fue mágico y acaso
Para el resto de la familia; todos
Sin excepción, lloraban y reían.
Me abrazaron, me besaron, me apretujaron…
Y en cuanto pude, huí de su vorágine.
Intenté borrar el susto de mi cara
En el chorro de agua del lavabo,
Pero apareció, de pronto, en el espejo
El rostro de otro niño, pálido,
Despeinado, de cárdenos labios
Y ojos desorbitados, al que no conocía.
Más asustado aún de lo que estaba,
Eché a correr como alma que se llevara el diablo.
Más tarde supe que no había sido el grito
Rotundo del abuelo, quién había puesto fin
A aquel suceso ya de por si dramático,
Sino el atento oído de Doña Aurelia,
Casera y vecina al mismo tiempo,
Casera y vecina al mismo tiempo,
A la que Dios tenga para siempre en La Gloria
(si es que tales cosas aún existen)
Y a la agilidad de su mente y su mano...
Retirando “los plomos” al instante.
Miguel Ángel G. Yanes
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