Unas manos de hombre
han rasgado tu piel,
y un río tembloroso
de savia sin destino
baja verticalmente
por tus heridas largas.
Tu quejido es tan débil,
tan sutil, tan distante,
que el pétreo corazón
de infames manos,
poblado de clamores,
no escucha tu murmullo.
Blanca y pura, tu carne,
desnuda ante el invierno
-transparente tristeza-
deja ver la impotencia
de tus helados brazos.
He sentido latir,
aún viva entre la hierba,
la tibia vestidura
de un sueño vegetal,
muriendo gota a gota
de la sangre distante
que acaso busca el mar.
Miguel Ángel G. Yanes
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