16/12/17

LA VISITA Y EL CAFÉ

Si hay algo que queda grabado indeleblemente en el recuerdo, más que ninguna otra cosa, son los olores: como si de una memoria olfativa se tratara. 

Supongo que será una reminiscencia de cuando nuestra especie luchaba y subsistía, como el resto, en el entorno natural. Y es qué, de tener aguzado el sentido del olfato, dependia la vida en la mayoría de las ocasiones.


Aunque nuestra evolución nos haya privado de la magnitud olfativa que poseen los animales, ya que, evidentemente, no viene a significar una cuestión de supervivencia,  aún conservamos una parte de ella, esa que nos permite acceder a los entresijos de la memoria.

El poder de los recuerdos olfativos es tal, que un determinado olor nos puede retrotraer a la infancia; cosa que siempre me resultó alucinante, y aún más al saber que las neuronas del epitelio olfatorio solo tienen una vida media de 60 días, algo que me sorprendió muchísimo.

¿Cómo era posible que en las nuevas células nerviosas perviviera el recuerdo de las desaparecidas?


Pues ni más ni menos que "porque existe una extremada precisión en el recambio celular (cada sustituta ocupa un lugar concreto) estableciendo de nuevo la sinapsis".

Para mí, el aroma de los granos crudos (verdes) del café al ser tostados, viene a ser una de esas joyas olfativas que la memoria guarda con un mimo exquisito.


Siendo niño viví a diario, en casa, el ritual del café: tostarlo, molerlo, colarlo... menos beberlo (a no ser unas gotas con la leche del desayuno o la merienda) seguía todo el proceso con detenimiento e interés. 

Y tras este rollo macabeo que les he endilgado, voy a entrar en el asunto que me empujó a escribir esta entrada, que no es otro que el propio café y una anécdota que les sonará a chiste, pero que no lo es.

Micaela, mi bisabuela paterna, contaba que en las casas de "la gente bien" (entendiendo que eran aquellos que tenían dinero) se llevaba a cabo una curiosa técnica discriminatoria entre la calidad de la visita y la del café.


En aquellos tiempos de posguerra en los que el café era un artículo de lujo, los pobres tenían que contentarse con una infusión de cebada o achicoria y, si por un casual, conseguían acceder al tan preciado grano, lo mezclaban con los anteriores para que les durara todo lo posible.

"La gente bien" (mayoritariamente constituída por aquellos que habían ganado la guerra) no tenían ninguna necesidad de estas mezcolanzas pero, dependiendo de la categoría de la visita, recurrían a un curioso subterfugio, supongo que para un ahorro miserable:

Infusión de cebada tostada

Si la visita era de sus propias amistades o gente de abolengo, cuando la sirvienta (con cofia y delantal) preguntaba si servía café, la señora de la casa respondía: "bueno", pero si se trataba de una visita de escasa importancia, ante la misma pregunta, respondía "claro", dejando patente así la calidad del café que debía servirse.

Cosas de ricos.

Miguel Ángel G. Yanes

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