Era un paraguas azul con mariposas que, la madre, al acceder a una tienda de lencería femenina, dejó al cuidado de su hijo, un infante de apenas seis o siete años, que quedó sentado en los peldaños de la entrada.
Yo (convidado de piedra siempre) lo observé abrir y cerrar múltiples veces aquel utensilio antiaguaceros hasta qué, harto de estarse quieto, se levantó y corrió, con él abierto, de un lado a otro de la calle, dándole voces a unos invisibles seguidores. Pero pronto se hartó de sus gritos y carreras y regresó a la puerta del comercio. Una vez allí descubrió un nuevo juego: en mitad de la acera, volvió a abrir el paraguas con la umbrella (valga la redundancia) hacia abajo y se sentó sobre ella y, agarrado al mango, lo hizo girar como si de una atracción de feria se tratara, con lo que, entre los giros y el peso de su cuerpo se doblaron todas las varillas.
Cuando cansado también de aquel juego, se levantó e intentó cerrarlo, no había manera de hacerlo. El artilugio estaba completamente deformado.
¡Dios mío! dije para mí. Cuando salga la madre y vea cómo le ha destrozado el paraguas, se va a llevar una bronca de campeonato.
En ese instante apareció la madre, pero, aunque su cólera parecía justa, en lugar de reprenderlo lo increpó a voz en grito:
- ¡Bárbaro, destrozador, salvaje...! Y le arreó un cachete que no venía a cuento.
Me quedé rumiando lo sucedido y llegué a la conclusión de que todo en la vida tiene un precio:
El niño se llevó una pública cachetada (algo verdaderamente reprobable) y el posterior castigo de no ir a merendar a su sitio preferido, pero ¿y lo que él disfrutó con el paraguas?
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