Tiempo atrás, allá por los años de Maricastaña (como se decía en los cuentos), entre la población era común el uso de un objeto que ha quedado postergado a determinados actos sociales, como adorno o accesorio de la vestimenta: el pañuelo de bolsillo, que además de en lengua castellana, es llamado de diferentes formas en nuestro país: mocador, en lengua catalana; musuzapi, en lengua vasca; moqueiro, en lengua gallega, y diversas variantes correspondientes a los dialectos aún en uso en el territorio nacional: bable, leonés, aragonés, aranés... Tal prenda, pequeña pieza de tela, por lo general de forma cuadrangular, que era de uso común, ha perdido su cotidianidad al ser sustituído por el pañuelo desechable o de papel, el mundialmente conocido kleenex; aunque dicha palabra sea identificativa de una determinada marca comercial.
Vengo a soltar este rollo porque, esta mañana, cuando el viento invernal azotaba la calle con ráfagas furiosas, me tropecé con una señora que tapaba su boca y su nariz con un pañuelo a la antigua usanza, y me trajo recuerdos, diluídos casi en esa incesante corriente de olvidos que arrastra la edad.
El pañuelo de tela cubría no sólo una serie de necesidades fisiolólogicas: sonarse la nariz, limpiarse la boca, secarse el sudor... sino otras funciones más prosaicas: extenderlo para sentarse sobre él y no manchar la ropa, agitarlo en las despedidas marítimas o aéreas, utilizarlo para protegerse del sol (para ello existía la técnica de hacerle un nudo en cada punta para que se ajustara a la cabeza) o bien, obedeciendo las directrices de los mayores, usarlo para proteger boca y nariz al salir de lugares cerrados, ya fueran cines, teatros u otros locales, en un intento de que no se nos enfriara la garganta y pilláramos un catarro.
No cabe duda de que el nuevo invento ese del kleenex, ofrece una serie de ventajas con respecto al pañuelo tradicional (la prisa obliga) pero, ni por asomo, tiene su glamour: no es lo mismo prestar a una mujer que llora, un pañuelo de tela, inmaculado, debidamente doblado, planchado y con olor a limpio para que enjugue sus lágrimas, que dejarle un trozo de papel.
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