Otea la tarde
la monja, sin sol,
desde la atalaya
de su corazón.
Le tiembla en los labios,
pálido, el amor
que escondió a la sombra
de su vocación:
Renunciar a sí misma
y crujir de dolor
ofreciéndolo todo
al servicio del hombre
que sin tregua golpea
contra el pecho de Dios.
La llovizna suave
del atardecer
salpica sus ojos
cargados de miel,
y una gota de ámbar
rueda sin saber
en qué pliegue del alma
se podrá detener.
Miguel Ángel G. Yanes
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