A pesar de que mis abuelos paternos (mi padre era hijo único y yo su primogénito) optaron por criarme para aliviar la precaria economía familiar de mis progenitores, en una época en que pintaban bastos para la clase trabajadora de este país, sumido en la miseria de posguerra; a pesar de ello, repito, mi madre me recogía los sábados al mediodía para que compartiera el fin de semana con mis hermanos y no perdiera aquel sagrado vínculo.
Fue en uno de eso fines de semana cuando los niños de la calle, aprovechando el viento otoñal, decidimos construir un cometón: una gran cometa de cañas y papel de seda, hecha con el mango completo de una escoba, desechada ya por inservible por alguna de nuestras madres o abuelas
Cortamos la caña longitudinalmente, la raspamos y perfilamos hasta obtener seis finas varillas que serían la estructura básica de la cometa. Las atamos en un centro común y formamos un exágono, haciendo llegar el hilo, de punta a punta de cada una de las varillas. Luego forramos la frágil estructrura con papel de seda, lo pegamos aplicando un trozo de papa guisada en el doblez alrededor de la cuerda (el almidón del tubérculo se hacía cargo de ello) y le colocamos una cola de retales de tela en una punta, y un enorme rollo, sacado de deshilachar una vieja cubierta de camión, en la otra. Y como nos pareció poco, le añadimos unos flecos que la festoneaban. Pero claro, para hacer volar aquel artilugio era menester un lugar donde no se enredara. Y en aquella época, los cables de la iluminación callejera, tendidos de fachada a fachada, lo copaban todo; así que decidimos atravesar el barranco hasta la otra margen, libre aún de tal impedimento.
Yo contaba apenas cinco años, y mi madre me había prohibido terminantemente bajar al barranco, así que, desconsolado, opté por hacer caso y quedarme en la orilla, contemplando desde allí cómo se divertían.
Mis amigos cruzaron al otro lado e hicieron volar la cometa durante largo rato, hasta que, hartos del juego, decidieron regresar. Unos, los más atrevidos, vinieron caminando por el estrecho puente que elevaba la atarjea, al menos tres metros, sobre un arco de piedra; los menos decididos lo hiceron descendiendo al fondo del barranco y trepando luego por la otra ladera. Fue en ese instante cuando, uno de ellos, cogiendo el gollete de una botella que halló a su paso, lo tiró contra los cubos de basura situados a mi derecha, con tan mala fortuna, que vino a impactar contra una de mis rodillas y, haciéndose añicos, me provocó una tremenda hemorragia. Ése fue el principio de un largo calvario que marcaría los años de mi infancia.
Fue otro largo periodo de tiempo hasta que, por fin, me ingresaron en el "Hospitalito" de Niños para llevar a cabo la intervención. Recuerdo el pánico al quirófano, a aquellos seres enmascarado, al "raque" (cloroformo)... Y cómo, al despertar, me encontré con la pierna escayolada y una cajita con un trocito de cristal.
Tras los 45 días de rigor me retiraron la escayola, pero aquella rodilla no mejoraba. Seguía roja y tumefacta.
Luego vino el error médico, aquellas inyecciones dolorosas, el atentado contra mis riñones...
Los niños solíamos orinar en la calle: en algún rincón, junto a algún muro, todo ello para no perder el ritmo de los juegos teniendo que regresar a casa. Afortunadamente, esa tarde, tenía la puerta del cuarto de baño entreabierta cuando mi madre acertó a pasar y se echo a los gritos al ver a su hijo orinando sangre. Sí, aquella increíble orina "encarnada" (recuerden que el rojo estaba prohibido) que tanto nos había llamado la atención a los críos cuando acudimos en grupo al "rincón de mear", y que supusimos resultado de algún alimento, era sangre... ¡santa inocencia!
Menos mal que no llegaron a ponerme sino dos ampollas de aquel producto "para caballos", porque de haber seguido inyectándomelas, no les habría podido contar esta batalla.
Miguel Ángel G. Yanes
Fue en uno de eso fines de semana cuando los niños de la calle, aprovechando el viento otoñal, decidimos construir un cometón: una gran cometa de cañas y papel de seda, hecha con el mango completo de una escoba, desechada ya por inservible por alguna de nuestras madres o abuelas
Cortamos la caña longitudinalmente, la raspamos y perfilamos hasta obtener seis finas varillas que serían la estructura básica de la cometa. Las atamos en un centro común y formamos un exágono, haciendo llegar el hilo, de punta a punta de cada una de las varillas. Luego forramos la frágil estructrura con papel de seda, lo pegamos aplicando un trozo de papa guisada en el doblez alrededor de la cuerda (el almidón del tubérculo se hacía cargo de ello) y le colocamos una cola de retales de tela en una punta, y un enorme rollo, sacado de deshilachar una vieja cubierta de camión, en la otra. Y como nos pareció poco, le añadimos unos flecos que la festoneaban. Pero claro, para hacer volar aquel artilugio era menester un lugar donde no se enredara. Y en aquella época, los cables de la iluminación callejera, tendidos de fachada a fachada, lo copaban todo; así que decidimos atravesar el barranco hasta la otra margen, libre aún de tal impedimento.
Yo contaba apenas cinco años, y mi madre me había prohibido terminantemente bajar al barranco, así que, desconsolado, opté por hacer caso y quedarme en la orilla, contemplando desde allí cómo se divertían.
Mis amigos cruzaron al otro lado e hicieron volar la cometa durante largo rato, hasta que, hartos del juego, decidieron regresar. Unos, los más atrevidos, vinieron caminando por el estrecho puente que elevaba la atarjea, al menos tres metros, sobre un arco de piedra; los menos decididos lo hiceron descendiendo al fondo del barranco y trepando luego por la otra ladera. Fue en ese instante cuando, uno de ellos, cogiendo el gollete de una botella que halló a su paso, lo tiró contra los cubos de basura situados a mi derecha, con tan mala fortuna, que vino a impactar contra una de mis rodillas y, haciéndose añicos, me provocó una tremenda hemorragia. Ése fue el principio de un largo calvario que marcaría los años de mi infancia.
Me trasladaron a la "sillita de la reina" hasta el domicilio familiar, pero mi madre, al verme, comprendió que aquello era una urgencia y decidió llevarme, "ipso facto", a la Casa de Socorro. Una vez allí, me hurgaron con pinzas en la herida por si había algún resto de cristal, pero no encontraron nada y decidieron suturarla.
Pasaron los días y aquella rodilla comenzó a hincharse y a enrojecer, por lo que me llevaron al médico de cabecera correspondiente que me recetó un tratamiento antiinflamatorio; pero no mejoraba, así que decidió solicitar que me hicieran una radiografía (no puedo asegurar cuánto, pero tardaron mucho tiempo en hacérmela) El resultado fue claro: una esquirla de cristal se encontraba alojada bajo la rótula, y era necesario operar para extraerla.
Fue otro largo periodo de tiempo hasta que, por fin, me ingresaron en el "Hospitalito" de Niños para llevar a cabo la intervención. Recuerdo el pánico al quirófano, a aquellos seres enmascarado, al "raque" (cloroformo)... Y cómo, al despertar, me encontré con la pierna escayolada y una cajita con un trocito de cristal.
Tras los 45 días de rigor me retiraron la escayola, pero aquella rodilla no mejoraba. Seguía roja y tumefacta.
Luego vino el error médico, aquellas inyecciones dolorosas, el atentado contra mis riñones...
Los niños solíamos orinar en la calle: en algún rincón, junto a algún muro, todo ello para no perder el ritmo de los juegos teniendo que regresar a casa. Afortunadamente, esa tarde, tenía la puerta del cuarto de baño entreabierta cuando mi madre acertó a pasar y se echo a los gritos al ver a su hijo orinando sangre. Sí, aquella increíble orina "encarnada" (recuerden que el rojo estaba prohibido) que tanto nos había llamado la atención a los críos cuando acudimos en grupo al "rincón de mear", y que supusimos resultado de algún alimento, era sangre... ¡santa inocencia!
Menos mal que no llegaron a ponerme sino dos ampollas de aquel producto "para caballos", porque de haber seguido inyectándomelas, no les habría podido contar esta batalla.
Miguel Ángel G. Yanes
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