Que dejó de ser pueblo alguna
tarde
De salobre tristeza, para
asumir
Su nuevo rol de barrio
marinero,
Serpenteando subimos la
ladera
Del reseco barranco del
Cercado,
En pos de las agudas
cresterías
Con que se adorna la femenina
Anaga.
Hacia sus verdes pechos,
enredados
En aroma de brezos, avanzamos
Con lentitud al ritmo de la
música,
Sincopando el de los
corazones.
Cuando alcanzamos el labio de
la bruma,
Y su húmedo beso nos borró, de golpe,
La cinta gris que la montaña
ciñe,
En su encantado universo nos
perdimos.
Con un escalofrío bajando por
la espalda
Nos envolvió su tacto de
cristal,
Y la punzada de una aguja
invisible
Atravesó la
piel de nuestras almas.
Pero a punto de soplarnos, la diosa,
Al oído, el líquido secreto
De aquel bosque pretérito y perdido;
Verdiblanco, el único habitante
(Aparte de nosotros dos y de Patricia)
Cruzó veloz, apenas perceptible,
Pero crujió a su paso la hojarasca
Y se rompió la magia con su ruido.
Miguel Ángel G. Yanes
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