En las Islas Canarias llamamos guirre a un pequeño buitre de plumaje blanco y negro, con el pico y las patas amarillos, y que, en otras latitudes, se denomina alimoche, abanto o buitre egipcio, habitante habitual de acantilados y escarpes.
Lo traigo a colación de la reciente noticia, aparecida en los medios de comunicación, de que se ha logrado, por primera vez, la reproducción en cautividad de dicha ave en el Centro de Recuperación de Fauna Silvestre de Gran Canaria.
Adaptado en la actualidad a la orografía de las islas orientales de Lanzarote y Fuerteventura, no sé, a ciencia cierta, si el guirre llegó a habitar en todo el archipiélago, aunque hay datos de su existencia en Tenerife y Gran Canaria, donde vino a extinguirse hace unos 50 años.
Recuerdo haber visto, a principios de los 60, un ejemplar en cautividad en el pequeño zoológico del Parque García Sanabria, en Santa Cruz de Tenerife, al que, los niños, al resultarnos tan sumamente feo, llamábamos "la bruja".
Atendiendo a su poco peso y a sus escasas carnes, los canarios dimos en denominar guirres, a las personas sumamente delgadas, pasando a ser sinónimo de canijo o flaco; llegando a usarse, incluso, para identificar a toda una familia: "Los guirres", por la extrema delgadez de sus miembros.
Cuentan la anécdota de un cura peninsular que, al ver aquel ave por primera vez, planeando sobre su recién estrenada parroquia, preguntó su nombre y terminó interesándose por ella, hasta el punto de convertirse en un estudioso de la misma.
Pues, hete aquí, que cierto día apareció un muchacho, al que nunca había visto, para solicitar sus servicios. Al parecer su abuelo se estaba muriendo y querían que se le administrara la extremaunción.
El cura fue advertido por el chico de que su casa quedaba un poco lejos, así que, portando el óleo sagrado se dispuso a seguirlo.
Salieron del pueblo bajo un sol de justicia, recorrieron el camino real hasta la ladera de un barranco; bajaron por una vereda estrecha y peligrosa hasta el cauce reseco, por el que continuaron caminando. Al llegar a la confluencia con otro barranco, el cura, que no podía más, preguntó:
- ¡Hijo mío! ¿queda mucho aún?
- ¡No, padre! ¿Ve usted aquella casita blanca en lo alto de la montaña?... Allí es.
El cura se detuvo y, haciendo visera con la mano, intentó desentrañar si aquel punto blanco que brillaba en la lejanía, era en realidad una casa y a qué altura estaba. De pronto lo vio claro y dijo:
- Mira, no hace falta subir más, desde aquí le va a llegar igual la bendición.
Así que, encomendándose a los cielos, rogó por el alma del futuro difunto; y haciendo la señal de la cruz, terminó diciendo:
- ¡Como guirres vivís y como guirres moriréis!
Miguel Ángel G. Yanes
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