Saco la palabra a colación porque, de chicos... bastante chicos, a lo sumo de cuatro o cinco años, la primera vez que oímos decir a nuestro padre (dirigiéndose a nuestra madre) aquella frase: "voy a hacer una diligencia", saltamos de contento y corrimos a decírselo a los amigos. Ya en aquella época, para nosotros la única diligencia era la que aparecía en las películas del oeste.
- ¡Que chachic! -exclamó Tomás, que era el mayor del grupo- ¿Nos llevará a todos, no?
- ¡Claro! Volvimos a decir a dúo.
- ¿Y los caballos? Preguntó Manuel.
- No sé. A lo mejor se los prestará algún amigo de esos que tienen fincas.
Pero transcurrió el tiempo y la diligencia no aparecía por ninguna parte, así que, un día, cuando papá, con su bilbaína, su bicicleta y su cara de cansancio, regresó del trabajo, lo asaltamos para averiguar cuándo la traería.
Ante nuestro asombro, se partió de la risa. Lloraba... ¡sí! lloraba. Le caían las lágrimas hasta el bigote.
Mi hermano y yo no entendíamos nada.
Miguel Ángel G. Yanes
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