31/7/18

OBRAS Y SOMBRAS: GARCÍA-ALIX

La espera, el viaje, los demonios 

 El fotógrafo consiente autorretratarse en la película confesional ‘La línea de sombra’
 
Autorretrato de Alberto García Alix, en 2007.

Es sabido que, para algunas tribus de las llamadas indias, un retrato era (es) cosa de brujería: intuyen, con razón, que te puede robar el alma. 

Hay indios temerosos de que les roben el alma, pero también indios consagrados a robarla. A revelarla, en realidad, así como robó-reveló el fuego Prometeo; para que algo alumbrara la noche en la Tierra:

"El alma de la fotografía es el encuentro"


Hay indios que invocan el alma del otro no para usurparla, sino sólo para que comparezca, poder mirarla así a los ojos: re-conocerse ambos. El fotógrafo García-Alix (León, 1956) suele usar el verbo atrapar para referirse a dicha ceremonia.

Alberto García-Alix: de profesión superviviente; morador de Madrid, la encrucijada; tatuajes de bucanero, perfil de gitano bravo, voz de túnel sembrado de vidrios: “[Pero] siempre hay algo que no puedo atrapar. Y algo que no quiere salir”. ...Ahí el abismo; el silencio que nos separa a unos de otros, preguntándonos qué, quién hay al otro lado.

“...Algo que no quiere salir”. Es la última frase del monólogo –plano fijo, él solo ante la cámara– en que el fotógrafo recuerda su encuentro, años atrás, con cierta mujer, en el Aaiún. Una conversación que comenzó de manera trivial, y que acabó para ambos de modo perturbador, embarazoso: sin poder sostenerse la mirada. Quiso, después de aquella confesión (aquella revelación de la mujer), hacerle una foto, la foto; el testimonio del secreto. Pero entendió pronto que no podría: porque siempre hay algo que no se puede atrapar, y algo que no quiere salir.


Alberto García-Alix es ya –quizás a pesar suyo– leyenda en blanco y negro. Por eso no había otra forma de registrar en imágenes algunos fogonazos de lo que ha sido su vida que en esos extremos primordiales (en el documental de Nicolás Combarro La línea de sombra –2017–, proyectado estos días en el Círculo de Bellas Artes de Madrid). Porque hablar en su caso de vida extremada, al límite, suena apenas a eufemismo.

Comenzó haciendo fotos porque le fascinaron las que hacía un amigo de su hermano en carreras de motocross, cuenta en esa cinta.

La pregunta es si le fascinaron las fotos o el vértigo que alentaba detrás; si la fotografía prometía ser, para aquel crío, una forma de vida o una coartada para subirse a ella como a un toro furioso que no se fuera a dejar domar nunca, arriesgando los ojos hasta las mismas astas de la muerte.


La muerte, en el Madrid de finales de los 70, empezó a correr también como una bestia ciega por las venas de toda una generación, disfrazada de ave del paraíso: una aguja en un brazo, un muslo, un pie, y se despeñaba el caballo con alas de la heroína por los callejones de la conciencia, limpiándola de todo; todo. La anestesia total del dolor. 

“¿Y eso que estaba tan rico, se puede volver a probar?”, preguntó Alberto al colega que le había pasado aquello, una noche, y que obviamente no había olvidado. Se convirtieron en la vanguardia de la movida. Porque “movida” –explica su amigo Gonzalo García en una suerte de reverso del documental disponible online– era la expresión que empezó a usarse para hablar de drogas, de ir a pillar o a picarse. Si es cierto esto, la ironía es mayúscula: que se denomine a esa época –cuando era tan guay todo– con el fenómeno que devastó a su generación. “Hasta se enamora uno del alma de yonqui”.

“Yo puedo decir aquello de ‘la generación’ que decía Dylan”, asegura García-Alix en el documental. En realidad quería referirse al poeta beat Allen Ginsberg –amigo y maestro poético de Dylan–; a aquel verso de su poema Aullido que dice “he visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”.


García-Alix vio a las mejores mentes de su generación destruidas por la heroína. También –sobre todo– a un hermano suyo, Willy. Ya le había salvado de un morao una vez, en una fiesta, metiéndole en la bañera. No iba a poder hacerlo una segunda.

Fueron, todos los amigos, colocados al entierro; para soportar el dolor. Y el artista nato vio, en ese paisaje de muerte y flores y cirios con su hermano en medio, una foto: la foto. Una foto que, por supuesto (“Hostia, Willy, qué foto”), tampoco llegó a hacer nunca. Porque hay cosas que no se pueden atrapar, y cosas que no quieren salir. Acabó haciéndola, sin embargo, de otra forma. Agarró una camisa de su hermano y la tiró al suelo de un descampado, junto a un dibujo: suficiente para congelar el aullido.

“La escenografía visible de un sentimiento al compás de mis emociones".

El amigo inglés de Elena Mar

Hoy tengo la conciencia de que una forma de ver es una forma de ser”, escribió en el poema De donde no se vuelve, homónimo de una de sus colecciones. Y eso es: una forma de ver es una forma de ser, porque esa forma de ver determina y cincela a un artista. La mirada: el que sabe de verdad hacer fotos, como el que sabe (de verdad) hacer cualquier otra cosa, sabe hacerlo porque antes que nada sabe mirar. Sin mirada no hay arte; sólo dibujitos, humo y crucigramas.

Y para saber mirar hay que saber esperar; esperar y mirar y seguir mirando hasta que consienta revelarse en una fulguración, en lo que dura un parpadeo, el espectro que se pretende atrapar.

“La droga es la espera”, dice también, en una frase doblemente exacta: por ser ‘tan corto el viaje y tan larga la espera’, quizás; pero también porque la anticipación de la dosis, en cualquier aspecto de la vida, es casi tan poderosa como la dosis misma. (Qué es lo que esperó siempre este hombre, cabría preguntarse, al esperar el siguiente viaje de caballo o el siguiente guiño del demiurgo, de la maya de la realidad, que le dejara atrapar a un demonio.)


Su vida ha sido siempre un viaje, al parecer; un viaje en la Harley por la carretera o un viaje hacia adentro, a los desfiladeros de sí mismo, al pasillo aquel lleno de puertas con todos los caminos a los que puede conducir el caos. Y sin embargo siempre ha sido un caballero, según sus amigos –otra larga cofradía de espectros–; ni desbocado en los peores viajes solía perder cierta flema aristocrática; bastante parecida, en su caso, al fatalismo.

Quizá por eso no termina de chirriar su prestigio incontestable con su apostura de mohicano, su biografía escandalosa con que le otorguen los mayores premios, los mayores halagos, las más exclusivas galerías. Las galerías que más le importan van por dentro:

"La fotografía es un poderoso médium. Nos lleva al otro lado de la vida."


Rascacielos como cajas de zapatos (como ataúdes de pájaros en el aire) con los nombres de sus amigos perdidos. Rostros del circo mundial de los perdedores sonriendo desdentados ante una tapia. Tapias y cielos de París en que vislumbrar el Gólgota, la bajada a los infiernos, que es en realidad la revelación última:

“El miedo es un viaje que sólo le pertenece a uno mismo”, pero sólo al otro lado de ese viaje (“hostia, Willy, qué foto”) puede revelarse el alma de los muertos.

FUENTE: ctxt.es
Miguel Ángel Ortega Lucas
11/07/2018

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