En los años duros de la dictadura, en los pequeños pueblos de la
geografía patria, el poder indiscutible de la Iglesia era detentado por el
cura; un personaje que, junto con el alcalde, el maestro, el médico, el
boticario y el cabo de la Guardia Civil, venía a ser las fuerzas vivas
de la comunidad.
Contaba
mi abuelo paterno (Don Juan, para los vecinos; Juanito, para los amigos
y Báez para los compañeros laborales) una tremenda anécdota, que demostraba bien a las claras quién mandaba aquí:
"Aprovechando
el rescoldo de Lorenzo que, tímidamente, asomaba entre las nubes,
hallábanse sentados aquella mañana de frío invierno, los antedichos
personajes, frente a una copa de cazalla en la terraza del único bar que
tenía el pueblo.
Debidamente pertrechados con abrigos, guantes, bufandas, sombreros y,
como no, armados con la garrota de rigor, charlaban animadamente cuando
una vecina cruzó ante ellos. Fue en ese momento qué, a alguno (mi
abuelo no tenía claro quién había sido) se le ocurrió la idea de un
juego peligroso: picar en el suelo con la punta de la garrota cada vez
que pasara una mujer a la que se hubieran cepillado. Dicho y hecho.
Pasó la mujer del panadero, picaron los cinco; pasó la del lechero
picaron tres... y así estuvieron hasta que, de repente, pasó la mujer del
boticario, y solo picó el cura. Lo mismo ocurrió con la del maestro, la
del médico y la del alcalde. Y el cabo de la Guardia Civil se salvó
porque estaba soltero."
Miguel Ángel G. Yanes
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