Un agujero en la mañana vuelca
Un haz de luz divina -el arrebato
Sublime de algún dios enternecido-
Sobre la oscuridad postiza, casi piel,
Con la que el mundo cubre sus tristezas.
Ese bello torrente de luminosidad
Inunda la mar, la tierra, el aire
Y escanciado con amoroso tacto
Por invisibles manos, ilumina
La nocturna lujuria de la luna.
Porque el dios es consciente de que ha visto
Cómo ese cuerpo de mujer vibraba
Bajo el nocturno embate de las olas,
Que en su continuo ir y venir le hacían
Fieramente el amor sobre la espuma.
Ella, consciente de que alguien turbó
Su intimidad sagrada, lo perdona
Con una sonrisa, desdeñosa acaso,
En el recuerdo fugaz de la lejana
Y amorosa caricia de la brisa.
Cede al amanecer -gris matutino aún-
Desnuda y plena, complacida, ahíta,
Arrebujándose ahora entre las sábanas
De revuelto algodón, oculta al cielo
Su helada soledad de primavera.
En un silencio de húmedos cristales,
Ingrávidos, opacos, desvaídos,
Tañe la aurora sus rosadas campanas,
Y los pájaros echan a volar, dejando
El calor de sus cuerpos en los nidos.
Mientras, con un suspiro de satisfacción
Y un gesto mohíno de cansancio,
Encandilada por la luz del sol,
Bostezando, la luna oculta el rostro
Y bajo un sueño azul desaparece.
Miguel Ángel G. Yanes
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