El sargento "L" era el menos cascarrabias de todos los sargentos; es más, diré que hasta resultaba gracioso, como buen andaluz, pero era portador también de una desgracia que pesaba en su ánimo como una losa: un más que evidente problema con el alcohol. No obstante, aquel hombre delgado, diminuto, de lacio pelo negro y media sonrisa, tenía también sus arrebatos (no sé si coincidentes con sus periodos de sobriedad o de alcoholismo) y, de vez en cuando, nos las hacía pasar canutas. Como aquel día de verano en que, estando de suboficial de semana, nos tuvo corriendo toda la tarde, bajo un sol de justicia, de un lado a otro del cuartel, hasta que uno de los compañeros cayó desfallecido; entonces se asustó y mandó parar de inmediato. Y era para asustarse, el capitán "G" estaba de oficial de semana y no le pasaba una. Siempre sospeché que aquella adicción al alcohol que observaba en el sargento, le traía malos recuerdos de la infancia.
Ya había sonado el toque de silencio desde hacía bastante rato, cuando observamos que aún había luz en la cantina u hogar del soldado. Nos acercamos a mirar por una de las ventanas y contemplamos cómo el camarero servía copas al oficial y al suboficial de semana: el sargento "L" y el alférez "V"; este último, nacido en Marruecos, era el moro más alto y corpulento que he visto en mi vida, y el más "atravesado" también. Y tan estricto y cuadriculado que jamás pensé que le diera al alcohol, a pesar de que no era musulmán.
Una hora más tarde, escuchamos un dúo tremendamente desafinado que, con voz arguandentosa, rompía el silencio de la madrugada cantando "Asturias, patria querida". Por lo que, agazapados tras un camión, los vimos avanzar por el paseo principal del cuartel: el pequeño sargento colgando casi del hombro del alférez, dada su elevada estatura, y ambos dando bandazos a izquierda y a derecha , hasta que (no sé si por accidente o empujado por el otro) el sargento cayó dentro de uno de los agujeros que, esa misma tarde, habíamos cavado en los laterales del camino para plantar una serie de chopos adultos que llegarían al día siguiente.
- ¡"V"!... ¡sácame de aquí!...
Entonces el alférez le tendía la mano, y cuando ya estaba a punto de salir, le apoyaba la bota en el pecho, volviendo a empujarlo al interior del hoyo. Así una y otra vez, hasta que me pareció abusivo e intenté salir para poner fin a aquello, pero mi compañero, veterano ya, me agarró de la bocamanga y susurró:
- ¡Ssssh!... Quieto ahí, canario. No nos inmiscuyamos, porque si se enteran de que hemos sido testigos de esta movida, vamos a salir como el gallo de morón... sin plumas y cacareando.
Así que nos retiramos sigilosamente, persiguidos por el eco del sargento que repetía sin cesar:
Miguel Ángel G. Yanes
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