Atisba el gato de las
orejas negras,
desde el borde del
búcaro,
la tarde somnolienta.
Húmeda niebla hiende
la textura naranja
y aprisiona, con
lentitud,
las formas detenidas
en el enmarañado
jardín de los olvidos.
Una similitud extraña de
medidas
se conjuga en las líneas
de la vieja casona.
Ciento cuarenta y cuatro
varillas de metal
amarillean el paño
de la tapia blanquísima,
cuya profundidad
divide en sí la anchura
del frente y las
espaldas.
Tres metros y catorce
centímetros
entre techos y suelos,
planta tras planta así
hasta el mágico
triángulo
del desván, donde ahora,
bajo un velo de polvo,
con sus hilos enhebran
las arañas,
coordenadas de tiempo,
rescatando,
del silencio ancestral,
ritos prohibidos.
Las puertas, todas,
dan medidas exactas
de camposanto y miran
la muerte desde el
centro
de sus almas dormidas.
El ojo circular de su
frente,
un instante
cegado por el rayo que
en mitades
ha cortado la niebla,
deja escapar un último
destello
desde una esquirla de
cristal,
milagrosamente
al párpado aferrada.
Doce ventanas tienden
un sueño roto de
cristales al sol
mientras las tejas
resbalan en silencio
una tras otra y quedan
oscilando en el borde
quebrado del alero.
Los pájaros detienen
su vuelo en las entrañas
abiertas, y en las vigas
de tea y en las huecas
heridas de su carne
anidan y gorjean.
Un lento ronroneo
vigila sus quehaceres.
La tarde
ya no da más de sí.
Se abisma en el mutismo
de unos labios
como puñales fríos.
La casona se pierde,
nocturna, entre las
sombras.
Sólo brillan los ojos
refulgentes del gato
que ha cambiado la curva
de la boca del búcaro
por la rama de un árbol.
Miguel Ángel G. Yanes
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