Fue una de ellas, Fuencisla, profesora de literatura en el colegio donde cursé estudios hasta la llegada al instituto, quien me empujó a escribir en aquellos años, aún tiernos para mí de la adolescencia, y aquí sigo, sin parar aún, merced a ella.
Muchos años más tarde la volví a ver en la cafetería de la universidad; seguía siendo la misma mujer que yo recordaba: guapa, elegante, de grandes ojos y oscura melena, a la que, haciendo gala de mi contumaz timidez, apoyado en la barra, muy cerca de ella, no me atreví a saludar, porque departía con otras personas. No he vuelto a verla jamás.
Ambas me aportaron una serie de conocimientos en diferentes etapas de mi vida; cada una en su área de enseñanza, claro está. Es por ello que quiero mostrarles mi agradecimiento a través de estas líneas, porque aun siendo mujeres severas, tenían el mágico don de la enseñanza y la suficiente pedagogía para hacerla fluir hacia sus alumnos, a poco que uno les prestara la debida atención. Y si lo descubrían, te habrían un trocito de su alma.
Miguel Ángel G. Yanes
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