Ésa era la máxima de los emperadores de la antigua Roma para tener al pueblo controlado.
Aquí, dos mil años después, se sigue empleando la misma técnica, si bien, el circo, que ha cambiado de nombre y de escenario, genera pingües beneficios con los que ni siquiera se atrevieron asoñar los dirigentes del Imperio, mientras que el pan comienza a escasear en muchas mesas.
Sinceramente, a mí me importa un rábano este circo moderno. No soy forofo, ni hincha, ni seguidor de ningún manípulo, cohorte o legión de futboleros. No quiero decir con esto que no me guste el fútbol, tan solo que me da igual quién gane, tenga los colores que tenga. Que lo haga aquel que mejor juegue, aunque no siempre la suerte y la justicia avancen de la mano.
Desde niños, los padres, los tíos, los amigos... nos obligan a decantarnos por un determinado club, unos colores, emblemas y bufandas (con las que hay que cargar aunque no tengas frío). Nos enseñan a aplaudir y arengar hasta desgañitarnos las acciones del equipo al que se vende el alma, y abuchear como energúmenos todo lo que haga el equipo contrario, por muy bueno que sea; atendiendo más a las vísceras que a la razón.
En el fondo, ese circo cumple una función social que los gobiernos controlan desde antaño: consiste en desfogar a los ciudadanos, restarles fuerzas y energías, para que no les queden ganas, durante el resto de la semana, de echarse a la calle para reivindicar lo que en buena lid les corresponde y ellos se empeñan en negarles.
Lo peor del asunto, es que este deporte (tal cual está enfocado), libera de tensiones y angustias cotidianas solo cuando se gana, pero enquista en el alma la rabia sorda de perder, y eso nos daña irremisiblemente.
Parece un disparate, pero puede llegar a convertirse en odio.
Miguel Ángel G. Yanes
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