LA CHARCA
Sé que voy a pecar de pesado, pero cada vez que me siento en la terraza del Bar Atlántico, vengo a redundar en lo inconcebible de que una ciudad marítima como ésta, viva de espaldas al mar.
Rememoro de mi juventud el hecho de que, desde dicha terraza (mucho más hermosa antiguamente; qué tiene que ver) se veía el muelle sur de punta a rabo: desde la marquesina a la grúa Titán, con su ingente trasiego de barcos de todo tipo: trasatlánticos, cargueros, correillos, remolcadores... zarpando y atracando sin cesar; mientras que ahora, tras la carísima remodelación de la Plaza de España, desde este mismo lugar, sólo se ven los muros negros de unos pabellones con un montón de macetas pinchadas (jardín vertical, lo llaman) que ocultan puerto y horizonte. Y por si fuera poco, un lago o lámina de agua (charca, lo denominan ya con desdén los chicharreros) vino a hurtar un espacio sagrado para el juego de los niños y el solaz de los mayores. Un ruedo "aguamarino", que no queda más remedio que circunvalar.
Pueden tacharme ustedes de ignorante, pero para mí, estéticamente, la antigua Plaza de España, con sus pérgolas y parterres profusamente adornados por bouganvillas y rosales, "le daba por los bezos" (si los tuviera), a esta remodelación aprobada por nuestras autoridades, por mucho prestigio que tengan sus diseñadores, Herzog & de Meuron. Y en cuanto a la integración con el entorno... ¡mejor me callo!
Cabe preguntarse, con rabia, ¿por qué carajo salimos perdiendo siempre con los cambios? Y lo único que se me ocurre, es que estamos en manos de un montón de inútiles.
Así que, para las próximas elecciones (cambiando una consonante por otra, ya que, a fin de cuentas no diferenciamos su vocalización) propongo ¡botarlos! ¡sí! ¡botarlos a todos a la charca!. No para ahogarlos, no; sólo para refrescarles los bolsillos y las entendederas.
Creo que entonces le encontraríamos una verdadera utilidad.
Miguel Ángel G. Yanes
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