El último verso de Machado en Colliure
El hispanista Ian Gibson indaga en el desgarro interior del poeta andaluz ante el horror de la guerra y los sinsabores amorosos. Acompañados por su autor, en Público asistimos al pueblo pesquero en el que se exilió poco antes de morir.
Llegaron sobre las 17.30 del 28 de enero de 1939. La expedición era breve y el ánimo exhausto. Aconsejados por el escritor Corpus Barga, descendían del tren los Machado huidos: "Antonio, su madre –Ana Ruiz–, su hermano José y la esposa de este –Matea Monedero–". Lo hacen en la estación de Collioure, pequeño pueblo costero a veintiséis kilómetros de la frontera con España.
Dejaban atrás el infierno en que se había convertido el
paso fronterizo de Els Balitres, dejaban atrás caminos inundados de
hombres, mujeres y niños arrastrando ajuares bajo la lotería de una
aviación y una marina al acecho.
Ciudadanos republicanos camino del exilio
Abrían la puerta del exilio. Sorteaban en
última instancia la posibilidad de acabar con sus huesos en alguno de
los campos de concentración que poblaban la zona. Antonio a duras penas
conseguía avanzar, encogido y boqueante bajo su gabán raído
"¿Llegamos pronto a Sevilla?",
preguntó delirante la madre de Machado. No, no llegaban a Sevilla. Se
dirigían –por recomendación de Jacques Baills, joven empleado de la
estación de ferrocarriles– al Bougnol-Quintana, un pequeño hotel situado
a sólo diez minutos de la estación. Allí se hospedaron y allí, apenas
unas semanas después de esta escena, morirían el poeta y su madre con tres días de diferencia.
Antonio Machado en su lecho de muerte en el Hotel Quintana
COL. L. INDEPENDANT
"¡El viento se levanta! Debemos tratar de vivir", declama un emocionado Ian Gibson
a los pies del pequeño promontorio sobre el que se alza el viejo hotel
ya cerrado. Unos versos de Valéry que Machado admiró y que a buen seguro
recordó aquellos días convulsos de exilio y muerte.
“Hoy aquí debemos
reivindicar su dignidad en el sufrimiento y su estoicismo”, recuerda el
hispanista a tan sólo unos metros del cementerio de Collioure, donde una
lápida que yace junto a un bajorrelieve con la efigie del poeta, un
puñado de rosas, varias banderas republicanas y un pequeño buzón le
recuerdan.
Hospedaje y fin de trayecto separados por un estrecho
y sinuoso pasaje. Una última escala premonitoria como aquellos versos
que, pasados casi 80 años, fueron este lunes recitados de nuevo y a modo
de tributo a los pies del sepulcro: "Y cuando llegue el día del
último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me
encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de
la mar".
Con lo puesto y malviviendo de limosnas de un Estado
en plena emergencia, no es descabellado pensar que el poeta encontrara
en la contemplación de ese sol y ese mar rosellonés los únicos consuelos
ante el dolor de la pérdida que la guerra le había supuesto.
Este fue el verso que dejó escrito el poeta en un papel que su hermano Juan rescató hecho un gurruño de un bolsillo de su gabán. Quizá el verso inacabado más hermoso de la historia, quizá –como apunta su biógrafo– una muestra más de la impronta que dejó la infancia en el imaginario del poeta.
Imagen tomada del blog "La fosca mirada" de Ricard García
"Estos días azules y este sol de la infancia"
Este fue el verso que dejó escrito el poeta en un papel que su hermano Juan rescató hecho un gurruño de un bolsillo de su gabán. Quizá el verso inacabado más hermoso de la historia, quizá –como apunta su biógrafo– una muestra más de la impronta que dejó la infancia en el imaginario del poeta.
“No
podemos entender la poesía de Machado sin su infancia, sin aquellos
días en el Palacio de las Dueñas, sin aquel muchacho que se asoma a la
fuente y ve el reflejo de los limoneros". Nacer en aquel paraíso tiene
que marcar a la fuerza, también su pérdida –cuando emigra a Madrid a los
cinco años–;
"Machado siempre volvía a la infancia“, explica Gibson
desde el pueblo en el que el poeta creyó ver por última vez aquel sol de
su niñez, no en vano su último trabajo biográfico sobre el maestro
andaluz –Los últimos caminos de Antonio Machado. De Collioure a Sevilla (Espasa)– incide precisamente en esa eterna búsqueda machadiana de lo que se pierde.
Pilar de Valderrama Alday "Guiomar"
“No estaría contento el poeta si supiera que
seguimos a la greña”, apunta el hispanista desde el Boulevard du
Boramar, paseo marítimo por el que poeta –caminante vitalicio– ayudado
por su bastón se entregaba a la contemplación tal y como había aprendido
de su abuelo, el médico y naturalista Antonio Machado y Núñez. “Machado
no hizo más que llamar a la fraternidad y al diálogo entre españoles,
un diálogo tranquilo para el que somos incapaces, esa voluntad de
diálogo es el gran mensaje de Machado”, zanja Gibson.
Se levanta algo de viento mientras el irlandés subraya la importancia de que los restos de Machado no se muevan de Collioure. “Es aquí donde simbolizan la diáspora española”,
apunta. La brisa alborota la pequeña playa en la que Machado le confesó
poco antes de morir a su hermano el anhelo de un refugio modesto:
“¡Quién pudiera quedarse aquí en la casita de algún pescador y ver desde
una ventana el mar, ya sin más preocupaciones que trabajar en el
arte!”. El poeta no llegó a tiempo. Su último poema quedó a medias.
FUENTE: publico.es
AUTOR: Juan Losa
Volver a Colliure es una de mis asignaturas pendientes desde hace más de 20 años.
Maki, Laura y yo llegamos allí (precioso pueblo costero) a la caída de la tarde de un veraniego sábado en los años 90 con la idea de visitar la tumba de Machado, pero la cola de turistas era tan exageradamente larga, que al final desistimos, antes de que nos pillara la noche por desconocidas carreteras de regreso a Catalunya.
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