24/8/17

CAMARÓN DE LA ISLA

El silencio de Camarón y las palomas oscuras 

José Monge Cruz, Camarón de la Isla - Caricatura de Grañena

«Yo no tengo palabras porque no soy hombre de palabras. Sólo sé cantar». No es que se quedara sin palabras, es que no las tenía: no figuraban entre sus posesiones. Podía pasar horas en compañía sin abrir la boca, sin que el vacío le pesara o le obligara. Sobre las tablas, entre tercio y tercio, su silencio no se asemejaba al de otros cantaores. Camarón gimiendo y Camarón callado: dos criaturas diferentes, dos especies. Apretaba la boca, seguía los dedos de Tomatito, escudriñaba en su cara, carraspeaba, dudaba. 

Camarón y Tomatito

Luego se arrancaba: brazos hacia atrás, vapuleándose el pecho como si se abriera paso entre toneladas de muertos; calavera transparentada, quijada, uñas hincándose en la palma de la mano, sangre. Y otra vez: silencio. En esos momentos, parecía descubrirse a sí mismo en un lugar desconocido: público, micrófonos, escenario. Un portal a otra dimensión o un agujero de gusano lo había colocado ahí: ese no era su planeta, nadie sabe cuál era el planeta de Camarón, pero asumimos que, fuera el que fuera, había potaje gitano y cajetillas de Winston. Él no comprendía qué hacía sobre esa silla, pero estaba todo tan ensamblado, resultaba tan real... Le rutilaba el iris, y volvía a cantar.


El silencio de José Monge se encuentra también en las palomas que se esconden para morir. Bajo los matorrales o a la orilla de los setos, en sombra, la paloma hincha las plumas y lucha por respirar. Te acercas y no se aparta, le faltan fuerzas. No se reconoce a sí misma: ahora que le molesta el cuerpo toma conciencia de su gravedad, de su cárcel (vivimos pensando que nuestra carne nos pertenece, que la gobernamos). No se marcha. Nos mira: nuestra presencia la agota, la acerca al final porque la obligamos a mirar hacia nosotros, a las hojas, a la tierra; y parece todo tan real. Cuando un ave se cobija así, ya no hay escapatoria. Camarón sí la tenía. Al final de un par de falsetas, detrás de la puerta de un rasgueo, volvía a cantar.


Para los millennials que nacieran en esas tribus payas y gitanas de familias aficionadas al flamenco probablemente no haya existido un tiempo sin el de la Isla. Su voz, siempre presente, iba creciendo como espuma natural desde los altavoces de la minicadena al walkman, al discman, al mp3, al iPod. Pocas veces, para estos privilegiados, el Camarón después de muerto, el de los discos, ha guardado silencio. Ellos no necesitaban ejercer de santotomases y tocar las llagas y comprobar las huellas de sus uñas en sus palmas para alimentarse con la hostia consagrada de su cante.


Distinto era para un niño payo sin una gota de andalucismo en la sangre que, además, había aprendido que el flamenco eran alaridos de gitanos y que la palabra ‘gitano’ contenía un lexema de miedo: en casa se usaba como una burla velada y en la calle se susurraba vigilando bien alrededor porque se entendía, en sí misma, como una acusación o una ofensa. Daba la impresión de que uno creaba al gitano cuando lo nombraba, y era así: nos lo inventábamos mal. Decir que quien se cruzaba con nosotros por la acera era gitano desencadenaba un imposible: de pronto, alrededor de ese señor con bigote y una carretilla de macetas o de esa mujer con bata y moño crecía un ecosistema diferente; iban ellos cargando con su burbuja, en su mundo, aunque pisaran las mismas baldosas que nosotros. Ahí había que dejarlos y no acercarse demasiado.


Camarón rompió esa barrera absurda que, sin embargo, se asumía como una verdad científica. Fue por tangos. A José, los profanos entramos por la ventana de un tango o de una bulería. Rosa María, Una estrella chiquitita… En la época de esas dos canciones aún cantaba con rectitud galante, comprimiendo los párpados y adelantando la boca y la nariz como si no sólo midiera el compás y la afinación sino también el aroma del cante que salía. Seguiriyas, soleá, bamberas, fandangos, alegrías… No había que conocer esa cosa de los palos para disfrutar a Camarón, pero sí -me daría cuenta más tarde- para exprimirlo y comprender la acumulación de huesos que hay detrás de su garganta. “…el viaje milenario de la carne, trepando por los siglos” (que diría el poeta Ángel González), ese viaje, en el flamenco, se guarda en las estructuras y letras de los palos. Se me clavó Camarón por imaginarlo siempre sentado en el valle, debajo de un limonero. Su voz sustituyó aquel lexema temible de la palabra gitano por una devoción tópica, llena de clichés, quizá tan absurda e irreal como el prejuicio primero, pero, sin duda, más justa.

Ángel González

Fue el acceso a los vídeos del genio -el descubrimiento de su forma de esperar, ese estar a punto de callarse para siempre- lo que quebró definitivamente las barreras. Escuchar mucho al de San Fernando te compromete de por vida, te convierte en militante. De repente, sus manos sobre las rodillas o frotando el compás, su forma de tragar saliva seriamente, la sospecha de debilidad. Sus jaleos tímidos, su contención, las fibras de sus brazos, sus ojos semicerrados y descendentes como velas rotas, los pómulos como quillas… "No era una talla de cobre ni de madera oscura, no era un Dios; era, en todo caso, una criatura sincera" escrita por César Vallejo con faltas de ortografía y palabras que nunca saldrán en el diccionario.

César Vallejo

Escucharlo, verlo, cuando ya se había clausurado su historia, clicar uno a uno, sin orden, en los vídeos dispersos que circulaban en el mundo inmediatamente anterior a Youtube, ofrecía la ventaja de visitar a la vez todos los camarones que existieron. Así la línea cronológica de su cante desaparecía. Si oímos primero un tema de sus últimos años, en nuestro mapa íntimo adquirirá un color de obra temprana. Y al revés: si degustamos sus primeros cantes grabados, aquellos de la Venta de Vargas, en último lugar, asumiremos sin preguntarnos nada que volvió a ser niño antes de disiparse de la tierra. El resultado es un Camarón atemporal, ronco y claro a la vez, largo y agotado; con La Perla de Cádiz y La Repompa o con el encostrado del tabaco y la droga vibrándole sincronizadamente en la garganta.


Hay un solo vídeo en que asistimos a este Camarón circular. Llego a él gracias a la mención de Francisco Peregil en El dolor de un príncipe. Se trata de un concierto en Montreux de 1991.


Interpreta Soy gitano junto a Charo Manzano y El Pelé. El cantaor disfruta, se despista y se hace gracia, se ha tomado en serio el sabor de la yerbabuena, y mira a Tomatito, que goza. Se descontrola la cosa, el genio no sabe dónde entrar y dice eso de partirse la camisa con una ronquera que iba engordando demasiado y enfilando ya el camino de la muerte. Al final, Charo lo observa como si mirara a un niño prodigio y lo anima: “Amo allá”. Él le hace una indicación con la cabeza: se levantan de la silla, corriendo, saltito a saltito, se arrancan a bailar. Ahí se ven las dos palomas oscuras que era Camarón, “una el sol y la otra la luna”, pero las dos él, en Torres Bermejas y en Montreux, dos palomas escondidas, hinchadas, pero que siempre volvían a cantar.


FUENTE: ctxt.
Esteban Ordóñez
09/08/2017

Nunca tuve la oportunidad de escucharlo en directo, pero la primera vez que lo oí cantar me convertí en un incondicional suyo para siempre. 

Iba conduciendo mi viejo Honda Civic, a altas horas de la madrugada, por la carretera que asciende desde Tabaiba a La Esperanza (Tenerife) cuando sonó, a través de la radio,  "La leyenda del tiempo".

Un profundo estremecimiento recorrió mi cuerpo, hasta el punto de detener el coche a un lado del camino, para poner todos los sentidos en la rotundidad mágica de su voz.

¡Magnífico... ¡soberbio!... ¡impresionante!...

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