Como si en las alturas
Alguien hubiera abierto
Miles de cataratas,
Llovió toda la noche
Sin cesar; todo un río
Vertical derramado
Desde la inmensidad.
La mañana siguió
Con el aquel diluvio
De fuerza indescriptible,
Hasta que pudo el sol,
Al mediodía casi,
Abrir un hueco en medio
De las oscuras nubes
Y derramar su luz S
obre la tierra henchida
De lluvia y de esperanza.
Cesado ya el despliegue
De la naturaleza,
Un anciano sonriente
De cabellera extensa
Y luenga barba cana,
Sentado en una roca,
Feliz y ensimismado,
Contemplaba su obra,
Frente a un espejo líquido
Que el cielo reflejaba,
Cuando un ruido lejano
Vino a romper la paz
De aquel perfecto instante.
Un joven, con su moto
Cromada y refulgente,
De potentes caballos
Con sonido metálico,
Cruzó a toda pastilla
Sobre el charco infinito,
Y una ola de barro
Cayó sobre el anciano:
Salpicó su cabeza,
El arrugado rostro,
La descuidada barba,
Su ropaje y los pies
Delgados y desnudos,
Como si fueran naúfragos
Aferrados al cuero
De sus sandalias viejas.
Colérico. Alzó el brazo
Y de la punta helada
De sus huesudos dedos
Brotó, fugaz, un rayo
Que alcanzó al motorista
Antes que lo engullera
La distancia. Y un trozo
De carbón aferrado
A una amalgama
De hierros retorcidos,
Fue el único vestigio
Que quedó, pendulando,
Sobre la incierta línea
Del horizonte: un caos,
Que oscureció, de pronto
La azul luminiscencia
De aquel planeta mágico.
Y cuando el viejo quiso
Volver a hacer la luz
Sobre ese mundo suyo,
Ya no le fue posible.
Las sagradas palabras
Ya no le funcionaban.
Su voz había perdido
El poder de crear.
Y la eterna penumbra
Se adueñó para siempre
De aquel sueño lumínico
Que él mismo condenó
Con su cólera infame.
Solitario, incompleto,
Preso de angustia y miedo
Lloró de rabia y pena:
La mitad de si mismo
Yacía calcinada
Entre los humeantes
Vestigios de la máquina.
Miguel Ángel G. Yanes
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