Descorro con
sigilo
La cortina que
oculta
La ciudad. Observo,
Límpido, el
cielo bruno.
Tiene un
planeta ardiente
En pleno
cénit. Lo sé
Porque tan
solo brilla…
“Brilla
y no titila”.
Parece
repetirme,
-para
diferenciarlo
de una posible
estrella-
La voz de
fumador
De Don Juan,
mi maestro,
Al que los
muchos años
No quieren jubilar
Aún de esta
memoria
Que considero
mía.
Brilla como un
diamante
Cósmico
engarzado
Sobre una mano
oscura.
Pugno por
abrir
La cristalera.
Corre
A trompicones
leves
Por su carril
y accedo
A la fresca
humedad
De la mañana.
El día,
Somnoliento,
parece
No querer
despertarse.
Es muy
temprano aún.
En la acera de
enfrente
Los edificios
siguen
Con los ojos
cerrados.
El aire se
estremece
Justo cuando
los duendes
De los escasos
árboles,
Cansados de la
noche,
Se ocultan en
sus hojas
Para poder
dormir.
Y entonces un
efluvio,
Un olor acre,
intenso
A levadura
llega
De una
industria cercana
Donde alguien
ya labora.
Y una estela
aparece
Blanca y
larga, expelida
Por la cola-turbina
De un avión
diminuto
Que corta el
alba en dos.
Como recién nacido
Del vientre de
la nada,
Un primer ciudadano,
Verde y
naranja, arranca
Plásticas papeleras
De sus
soportes, luego
Las agita con
brío,
Vuelca su
contenido
En grandes
cubos
Y las vuelve a
colgar.
Después barre
la calle,
Húmeda de
rocío,
Con su hoja de
palma.
El más
madrugador
De entre todos
los perros,
Ronco en
extremo ladra
Con rotunda
insistencia.
Pero es tan
sumamente
Temprano y
cala tanto
En la garganta
el frío,
Que ningún
otro puede
Hacerle coro y
callan
Ante aquel
solitario
Concierto de
afonía.
En verano, a
estas horas,
Lo lógico
sería
Un largo contrapunto
De ladridos,
un eco
Al que, in crescendo, nadie,
Por muy
autoritario
Que sonara el
mandato,
Poner freno
podría,
Ni aunque en
lenguaje
Canino lo
dijera.
Sopla el
viento del norte;
Los obliga a
enroscarse,
A ocultar el
hocico
Bajo la cola y
dar
Un ligero
gruñido
De descontento
que
Parece repetir
La voz del
amo,
Ahogada bajo el
peso
Leve de la
almohada:
“Ese
maldito perro”...
E intenta
regresar
A la sima del
sueño.
Pero no puede
hacerlo.
El
impertinente
Despertador se
suma
A la
desafinada
Orquesta de
instrumentos
Helados que
despiertan
A la ciudad llamando,
Sin tino y sin
medida,
A la gran
multitud
De convictos
durmientes.
Y sin embargo,
libre,
Un silencioso
pájaro
Cruza, negro y
veloz,
La intensidad
del alba.
Desconsolada
pía
Un ave de
presa, ídem
En una jaula
exigua
Donde una mano
de hombre
La condenó a
la angustia
De no poder
volar.
Este cielo sin
nubes,
Que quiere ser
azul
Le pese a
quien le pese,
Sin ningún
tipo de
Remordimiento
deja,
Solitaria tras
él,
Desnuda y
sola, herida
En su amor
propio, rota,
La densa
oscuridad
Que le ofreció
su lecho.
Fugaz cede la
magia,
Y los encantos
múltiples
De la noche se
esfuman
Ante el
intenso brillo
Del nuevo
amanecer que,
Diáfano y
transparente,
Ilumina las
formas
Perladas
todavía.
Y las seca,
una a una,
Intentando con
ello
Apartar el
recuerdo
De la tibia muchacha
Que, tatuada de
estrellas,
Abandonó en las
negras
Arenas de un
desierto,
Donde la soledad
Eternamente
espera.
Sintiéndose
culpable,
Va
transmutando el mundo
Su hegemónica
luz.
Se dispara una
alarma.
Rugen motores;
se oye
Un rodar de
neumáticos
Sobre el húmedo
asfalto.
Suenan rotundas
Las puertas de
las casas
Al cerrarse de
golpe
Y enrollables
persianas
Ruidosas al
alzarse.
Un ejército
emerge:
Son ciudadanos
serios,
Sin uniformes,
ni armas,
Prestos a la diaria
Batalla por
la vida.
En la mirada
llevan
Confusos
sueños viejos,
Tristezas, paz,
anhelos,
Amores,
desamores,
Angustias, desconsuelos…
Con la sombra
de un beso
Fugaz en la
mejilla,
Parten hacia
el trabajo.
Miguel Ángel G. Yanes
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