Mi abuelo se llamaba Domingo Juan, aunque los vecinos lo conocían por Don Juan, su mujer por Báez, y yo (que al parecer le inventé aquel nombre) por Paíto; término éste que terminaron adoptando todos mis hermanos.
Pues bien: una vez fallecida la abuela, al quedarnos los dos solos, intentamos distribuirnos las labores caseras con cierta equidad. Yo apenas contaba 14 años y él se encontraba a punto de jubilarse, pero la suerte no estuvo de nuestra parte. Jubilarse y enfermar fue todo uno, lo que me obligó a estar siempre pendiente de él, sin poder alejarme demasiado, hasta que un día, recién cumplidos los 17, abandoné los estudios y comencé a trabajar, por lo que no me quedó otro remedio que buscar una persona que lo atendiera durante el horario laboral. Así transcurrieron aquellos años de mi juventud.
Cierto día, llegó un párroco nuevo al barrio, e informado por las feligresas de que había un vecino mayor que se encontraba enfermo, decidió visitarlo.
Nunca olvidaré esa imagen:
- ¿Es usted Don Juan?
Y mi abuelo, con la socarronería que le caracterizaba, pregunta a su vez:
- ¿Qué trae el hermano... qué trae?
Miguel Ángel G. Yanes
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