A pesar de que sopla un airecillo frío, anunciador de un cambio climático inminente, es soportable aún en mangas de camisa, y tal cual, desde la barandilla del balcón atisbo una atípica mañana invernal, de sol radiante y despejado cielo que, tras la cena de nochebuena, la juerga y la posterior cogorza, por mor de la consiguiente resaca, aparece deshabitada por completo.
En la parte alta de la rúa, el único movimiento que percibo es el de dos flamboyanes que, al unísono, agitan, quién sabe desde cuándo, con levedad sus copas, sin llegar a tocarse, sin llegar a brindar... acaso desde anoche. Mientras, en mitad de la calle, una palmera phoenix, agotada, sacude aún con orgullo su esbelta cabellera. Y abajo, en la avenida, en la misma puerta del ambulatorio, otra palmera, de abanico esta vez, agita con urgencia el verde de sus lamas.
Mi mirada se posa entonces en las liñas vacías que llenan azoteas donde ya nadie tiende, y echo de menos, con algo de nostalgia, el tremolar al viento de la ropa, cual banderas de colorines múltiples o hinchadas velas de infantiles navíos imaginarios que la memoria surcan. Y caigo en la cuenta de que es navidad del año 2012 de la era cristiana, y no sale ni dios.
No sólo hay ausencia de ciudadanos en esta ciudad quieta, vacía, adormecida aún; ni siquiera hay palomas, ni mirlos, ni nubes en el cielo... por no haber, ni transitan vehículos a motor, ni surca el aire con ronco tronar ningún avión, por lo que nada rasga este silencio inusual y mágico a estas horas... hasta que, el ruido de una puerta al abrirse, hace aparecer, de pronto, al único habitante de la calle: Jordi, que, desconcertado, mira a uno y otro lado sin saber bien qué sentido tomar... Y con él, arranca la mañana.Miguel Ángel G. Yanes
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