Hasta hace pocos años tuve un jardín en el que la tierra, rica y esponjosa, era un paraíso de rollizas lombrices; pero, hete aquí que, un día de verano, se me ocurrió echar unas bolsas de mantillo para que aguantara un poco más la humedad del terreno, y caguela bien cagada, porque allí venían las hormigas más diminutas, más rápidas y más feroces que en la vida he visto. No sé de dónde proceden, aunque hoy en día, con el continuo trasiego de objetos y personas, pueden llegar desde cualquier parte del mundo. Lo que está claro es que, en un abrir y cerrar de ojos, se lo chascaron todo.
Dejaban sus senderos marcados en el césped, amarillento, seco o quemado, no sé si merced al ácido fórmico que disparan o al continuo ir y venir de su cuerpo de ejército, patrullando incansable el nuevo territorio conquistado.
Antes, bastaba remover la tierra superficialmente para que aparecieran lombrices a discreción, pero a partir de la llegada de esas diminutas hormigas, desaparecieron de mi pobre jardín. No quedó ni una para muestra.
En algo que trajimos del norte de la isla, allá dónde aquel jardín antaño paraíso de lumbrícidos, vinieron las jodidas hormigas y ahora, minúsculas, liliputienses, microscópicas casi (hasta el punto de que si no se mueven y no tengo puestas las gafas, no se si son puntos o cagadas de mosca) han inundado por doquier el piso, ubicado en la otra vertiente de la isla. Están en la cocina, en la sala, en el comedor… hasta en el cuarto de baño; que no sé que carajo buscarán allí.
Miguel Ángel G. Yanes
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