"El día que la mierda tenga valor,
los pobres nacerán sin culo".
Vino a tiro hecho, a primera hora de la mañana, con el libro abierto entre las manos, a mostrársela a don Juan González Albertos (q.e.p.d.) que era la persona de mayor edad en aquella caótica oficina, y posteriormente a mí, que era el más joven, recién incorporado, apenas con diecisiete añitos, a aquel maldito pademonium. Al leerla, son Juan cabeceó seriamente con una severa mueca de sus labios, y yo sonreí por la gracia que me causó la frase. Dos posturas diferentes, aunque no encontradas: la vejez y la juventud, el omega y el alfa de la propia vida.
Cien años de soledad era un libro que siempre estuvo en casa, pero jamás me había atrevido a leerlo. Su portada, con aquella viejita encogida en una silla, en el rincón de una habitación de baldosas azules y blancas, traslucía tanta tristeza y tanta soledad, que sólo mirarlo ya me inspiraba grima.
Bastó aquella frase, para que esa tarde diera con él, y me pusiera a leerlo con fruición; apenas me duró dos días. Hace casi cuarenta años de ello, pero sus imágenes (perdón... ¡mis imágenes!) siguen nítidas en mi memoria. Ahí estriba el tremendo poder de la literatura y su magia incontestable: cada lector crea sus propios personajes; les da una forma, unos rasgos, una voz... que nada tienen que ver con los que puedan darle otras personas, aunque la historia sea exactamente la misma. Cuando leemos, nuestras neuronas están trabajando a destajo, siguiendo el hilo conductor que el autor ofrece, crean un cielo, unas nubes, un paisaje... dan forma a todo un universo ¡único, irrepetible! Cosa que no pueden hacer cuando la imagen viene dada de antemano. Por eso, cuando leo una buena obra literaria, si luego, por los lazos del demonio, es llevada a la pantalla, siempre evito visionarla, porque esas imágenes físicas, mucho más cómodas ¡qué duda cabe! van a superponerse, irremediablemente, sobre las mías que terminarán por desaparecer.
Por ello, reivindico desde aquí el poder, la magia y la sabiduría que los libros encierran.
Hoy que la tecnología apunta hacia el libro electrónico o digital como si fuera el summun, sé de antemano que nunca me acostumbraré a él. Para mí, los libros siempre han sido fieles compañeros de este viaje fugaz al que llamamos vida, y no quiero renunciar a ellos por mucho que se empecinen, la industria, el mercado o la propia sociedad. Los necesito a mi lado. Necesito sentir el tacto del papel, el olor de la tinta, el peso de sus páginas, pero también al espíritu vegetal que todavía se manifiesta en esa carne de árbol, palpitando entre mis manos... respirando también cuando respiro.
Miguel Ángel G. Yanes
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