EL HOY ANHELADO Y ENTONCES DETESTADO CASTILLO DE SAN CRISTÓBAL
Se cumplen 90 años del acuerdo del Consejo de Ministros por el que se aprobó la demolición de esta legendaria fortaleza santacrucera
Lunes 13 de septiembre de 1926. El Consejo de Ministros, bajo la Presidencia de Miguel Primo de Rivera, acuerda la cesión al Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife de varios inmuebles militares de la ciudad, entre ellos el Castillo de San Cristóbal. Se afianzaba y tenía virtud legal el proceso de transformación urbana del frente marítimo (centro) de la capital tinerfeña promovido por el consistorio años antes, pasando pues a ser derribada dos años más tarde esta honorable fortaleza, partícipe de las mejores páginas de la historia del archipiélago.
Los diarios locales
del momento mostraban en sus páginas la alegría que tal noticia producía en el
Santa Cruz de aquellos años, al “verse realizada en nuestra ciudad una de sus
mayores aspiraciones”. El sentir del momento entre los chicharreros era que “la
mejora que la demolición del vetusto castillo representará para el ornato
público, bien merece que nos resignemos a ver desaparecer sus murallones” (La
Prensa, 15 de septiembre de 1926).
Y es que el consistorio capitalino, bajo la alcaldía de Santiago García Sanabria, tenía un pretencioso proyecto en marcha para ese frente litoral santacrucero que tanto había visto en siglos y que desde finales del XVI estaba presidido y custodiado por la fortaleza que se ansiaba derribar. Años antes ya habían comenzado los trámites oportunos, siendo alcalde Francisco La Roche y Aguilar, cuando este inició un oficio dirigido al entonces Capitán General de Canarias Heredia Delgado.
El Ministerio de la Guerra fue receptivo con la petición que se le hacía llegar desde la corporación municipal (cesión de solar en la Avenida 25 de Julio para construcción de edificio militar, a cambio del derribo de la fortificación y posterior uso municipal de los terrenos resultantes). La Roche dimite más tarde (en septiembre de 1925) y es Don Santiago quien continúa con las gestiones y culmina el anhelo chicharrero de la época, tras instancia del 25 de junio de ese año 26. Tan involucrado estaba este en el asunto que se encontraba en Madrid en el momento del acuerdo gubernamental, siendo el mismo quien envía personalmente un telegrama al alcalde accidental Rodríguez Febles dándole la buena nueva, que, además, incorporaba en la cesión otras dependencias militares en la ciudad.
Ninguna de estas tres permutas o cesiones se llegaron a realizar, y eso que la prensa del momento una y otra vez dejaba caer los deseos de “quitar del medio” el viejo castillo “anticuado y feo cuyo derribo es necesario, no solo estéticamente considerado, sino también bajo el punto de vista de los fines prácticos y beneficiosos que, (…) se podrían obtener para la población con cualquier construcción destinada a prestar más útiles servicios en consonancia con los intereses del puerto” (La Gaceta de Tenerife, 26 de septiembre de 1919). Incluso ilustres personalidades de comienzos del XX, como Nicolás Estévanez, se atrevían a decir en prensa lo que en aquellos momentos era el sentir de muchos santacruceros. Este militar y político canario, un año antes de su muerte en Paris, expuso en las páginas del “Diario de Tenerife” del 13 de septiembre de 1913 que era necesario “el derribo del castillo para hacer allí un jardín con bancos entoldados, kioscos de cambistas y pabellón de intérpretes (algo parecido al Malecón de La Habana)”. Como nota discordante de aquel momento cabe citar a Emilio Serra y Fernández de Moratín. Este prestigioso farmacéutico, periodista y político fue una de las voces que más oposición mostró al proyecto de derribo de San Cristóbal. Sus encontronazos en prensa con otros ilustres de aquellos años fueron muy sonados, convirtiéndose con ello en uno de los pocos isleños contrarios a la decisión del derribo.
El ya citado acuerdo gubernamental objeto de este artículo fue publicado, y con ello entraba en vigor, en la Gaceta de Madrid del 24 de septiembre de 1926, en donde se hace mención al objeto de la cesión y posterior derribo, como paso necesario para ”los planes de urbanización ha realizarse, con la unión de la calle de Alfonso XIII, importante vía de comunicación de la antigua población con la barriada que, apoyada sobre la Avenida Marítima, trata de establecerse”. Se buscaba, además, por parte del ayuntamiento, motivo que fue entendido por el Gobierno: “la mejora de una capital situada sobre importantísimas vías marítimas, visitada por numerosos viajeros, en su mayoría extranjeros, y por no pocos que pasan en la isla algunas temporadas atraídos por la dulzura de su clima y las bellezas que encierra”.
De esta manera, mediante este Real Decreto, firmado por el entonces Ministro de la Guerra Juan O’Donell Vargas y refrendado por el Rey Alfonso XIII, se autorizaba a la permuta del castillo en cuestión, y, además, de las baterías de Isabel II y de la Concepción (que sería desalojada en noviembre de 1927), un solar en el barrio de Duggi (con el que se pudo prolongar la calle la Noria-alta (actual Ramón y Cajal) y sobre el que actualmente se asienta el Colegio San Fernando) y el polvorín de la Regla (que sería entregado al consistorio en noviembre de 1928), por edificios que habría de construir el ayuntamiento en la calle Veinticinco de Julio y que fueron levantados años más tarde. Primeramente el que albergó el Gobierno Militar, entregado al Ministerio de la Guerra el 10 de noviembre de 1931, y que posteriormente acogió el Cuartel General de la Jefatura de Tropas de Tenerife, desde los años 60. Y por otro lado su inmueble colindante, que pasaría a ser Caja de Reclutas, Jefatura de Ingenieros y otras dependencias. Actualmente en ambas construcciones se encuentran la Subinspección General del Ejército y la Subdelegación de Defensa, respectivamente los números 1 y 3 de esa calle.
Pasado un año de aquel final de verano del 26 en el que se aprobaba la permuta, se hacía efectiva la cesión del fortín al consistorio capitalino. El martes 25 de octubre de 1927 el alcalde García Sanabria y el Gobernador Militar Cullén Verdugo, entre otros, firmaban la escritura de traspaso de todas dependencias militares ya citadas, entre ellas San Cristóbal. Acompañó a este formal acto la entrega de un cheque del ayuntamiento por valor de 500.000 pesetas que irían destinadas a sufragar los gastos oportunos de los nuevos edificios militares a construir.
Se veía ya más cerca el ansiado derribo de unos paredones que, como decía el rotativo “La Prensa” del 27 de octubre de ese año, “cuyo valor histórico no podrán nunca compensarnos del triste espectáculo de su fealdad y del lamentable aspecto que da a la parte de Santa Cruz más visible y próxima al puerto”. Días más tarde de aquella jornada el alcalde chicharrero aprovecha el escaparate de la prensa local para dejar caer que lo próximo sería el Castillo de San Pedro. Tanto Ayuntamiento como Cabildo tenían pues muy claros sus propósitos: urbanización del frente litoral, construcción de la avenida marítima y dotar de mayor amplitud y espacio al puerto. Y, claro, frente a ese plan el rosario de baterías y castillos que jalonaban el litoral de la ciudad no eran más que un estorbo.
Y así de esta manera,
el verano de aquel año 1928 comenzaba con la llegada de las piquetas y los
barrenos. El 21 de junio se procedía al acto de entrega del vetusto fortín al
Ayuntamiento y cinco días más tarde se empezaba a derruir, previa desratización
del castillo y alrededores y trasplante de algunos de los árboles que se
encontraban en su interior al nuevo parque capitalino, hoy, como todos sabemos,
denominado precisamente García Sanabria. La demolición comenzó por las paredes
del lado del mar, consumando el derribo total cinco meses más tarde,
finalizando por los muros de poniente. Tras estas tareas destructivas se pasó
al rellano de la zona, una vez las obras fueron recibidas por parte del Cabildo
Insular a mediados de diciembre.
Durante estos trabajos hubo accidentes, como el que casi les cuesta la vida a tres jóvenes obreros (José Pacheco, Juan Delgado y Francisco Ávila); incidentes debido a las piedras que saltaban a las calles cercanas a causa los barrenos; e incluso se llegaron a poner en venta toda clase de mobiliario y otros útiles procedentes del interior de la fortaleza. Los diarios locales del momento anunciaban: “Gran ocasión solo por 8 días: procedente del derribo del castillo de San Cristóbal se venden gran número de puertas, ventanas, vigas de tea, tejas del país y francesa, mosaicos, cornisas de piedra labrada y otros materiales todo en buen estado y precios económicos. Pueden verse en el mismo castillo, donde se darán razón de los precios”.
Y, como ya sabemos,
las décadas siguientes vinieron a transformar este particular enclave de
nuestra ciudad con una plaza, la Plaza de España, y sus varias reformas,
monumentos, avenida marítima y su reciente soterramiento, lago artificial,
reconstrucción del pórtico de la Alameda, levantamiento en sus márgenes de
edificios singulares (Cabildo, Olimpo, Casino, …), jardineras y parterres,
aparcamientos, temporales montajes de escenarios para actos carnavaleros, etc.
Ahora, tras la última de las reformas de la plaza podemos ver bajo su suelo los
únicos vestigios de aquel castillo. Aquella, añorada hoy y detestada entonces,
fortaleza de San Cristóbal, que desde 1575, año en que por resolución de Felipe
II comenzó su construcción, ha presidido la entrada marítima de nuestra ciudad.
De esa Santa Cruz que derrotó a Nelson, con el General Gutiérrez capitaneando
esa victoria desde dentro de sus paredes; de esa Santa Cruz que recibió a
Alfonso XIII junto a sus muros; de esa Santa Cruz que puede presumir de haber
sido plaza fuerte, gracias a San Cristóbal; de esa Santa Cruz de tres siglos y
medio de historia dominada por un castillo echado abajo en apenas unas semanas.
Recordemos esas
palabras que el citado Serra y Fernández de Moratín lanzaba al aire en la
prensa local de aquellos años 20 del pasado siglo en defensa del castillo, y
que hoy siguen teniendo vigencia: “Que la piqueta y la dinamita hagan su
oficio; enterrad el oro a manos llenas entre los sagrados despojos de la
antigua fortaleza; pero pensad al mismo tiempo que entre ellos podrá estar
enterrado algo que vale más, mucho más que el oro … ¡el alma, el alma de la
ciudad … y acaso también de la isla! Un pueblo puede perder muchas cosas, experimentar
catástrofes y elevarse; pero lo ha perdido todo y no se levantará jamás cuando
ha perdido su alma colectiva”.
(Artículo publicado en "Diario de Avisos" del domingo 11 de
septiembre de 2016)
Me brota del alma aquello de ¡¡¡onagros... manada de
burros salvajes!!! dedicado con todo "cariño y respeto" a quienes
permitieron tal cancaburrada.
Así estamos: carentes casi por completo de
vestigios históricos que poder mostrarle a los turistas que hasta aquí nos llegan. De lo poco que
había, casi todo lo echaron por tierra.
Lo único que ha pervivido, aparte de una de las esquinas o "punta de diamante" del castillo (hallada casualmente al remodelar la Plaza de España, y cuya situación bajo el subsuelo marca la línea negra de la fotografía) es
el homónimo de la calle que llevaba hasta él, seña defensiva e histórica de la ciudad de Santa Cruz de Santiago de Tenerife.
Aunque oficialmente es denominada "lámina de agua",
el pueblo llano se apresuró a llamarlo el "charco de la Plaza de España".
NOTA: Agradezco profundamente el envío del presente artículo a mi estimado amigo Miguel Ángel Guerrero Romero.
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