21/8/16

LOS AMAPOLONES

A pesar de tener un cierto parecido con los hibiscos, de niños los llamábamos amapolones; tal vez porque la textura de sus pétalos se asemeja bastante a la de las amapolas, aunque mucho más grandes y en forma de bocina. Eran ideales para atrapar, con una cajita de fósforos semiabierta, a los abejones de culo blanco (abejorros) que acudían a alimentarse en ellos. Luego se imponía amarrarles una patita con hilo de coser, para lo cual había de abrirse la caja mínimamente, y en cuanto asomara una de ellas, hacer el nudo correspondiente. Una vez atado: aguantando la otra punta del hilo con la mano, se abría del todo la caja, poniendo especial cuidado en que no se nos enredara alrededor y acabara picándonos, para poder llevarlos volando como si fueran minúsculas cometas, hasta que nos cansábamos del juego y los volvíamos a liberar. Eso sí, cortando el hilo lo más cerca posible del nudo, como nos habían enseñado los mayores, para que les pesara lo menos posible. La última vez que recuerdo haber visto uno fue hace más de 20 años, viviendo en La Matanza; se afanaba en perforar, por la base, las flores de las habas para acceder al néctar. Una vez que regresé a la urbe, desaparecieron para mí.

Hoy que en la ciudad, a pesar de plazas y jardines, no sé bien si porque los insectidas han acabado con ellos o porque no les prestamos la debida atención, no se ven como antaño. Me da que hasta habrá muchos niños que nunca los hayan contemplado de cerca; no sólo a los abejones de culo blanco, sino abejas, avispas, saltamontes, escarabajos, sarantontones (mariquitas)... una inmensa cohorte de seis patas que bullía de vida en nuestra infancia.


Pero no sólo han desaparecido masivamente los insectos del entorno urbano, también los pájaros. Aquellas inmensas bandadas de canarios de campo, formando verdaderas nubes en el cielo, han pasado a la historia; apenas se ven dos o tres parejas. Y los gorriones, que vivinieron a robarles su entorno, tampoco pasan por sus horas mejores. Acaso los mirlos, más grandes y fuertes, y sin enemigos aparentes, son los únicos pájaros que campan a sus anchas, al igual que tórtolas y palomas.

Lo mismo ocurre con los amapolones; una planta que, "antiguamente", era bastante común y que ya no suele verse en los jardines. Y así va todo el engranaje de la naturaleza: menguando sin cesar, hasta que falten tantas piezas que le sea imposible seguir adelante con su mágico ritmo y se suicide, a no ser (cosa muy probable) que seamos más rápidos y la defenestremos antes. Y a nosotros con ella.

Miguel Ángel G. Yanes

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