Se ha dicho en demasiadas ocasiones que nuestra Justicia quedó desenganchada del último vagón de la transición hacia la democracia; que ni siquiera tiene ya abogados que la defiendan.
Desenganchada y, también, olvidada porque durante mucho tiempo, los políticos han pensado que la Justicia ni daba ni quitaba votos. Existen tensiones entre los poderes concurrentes en la Administración de Justicia que generan, como poco, posiciones encontradas cuya falta de acuerdos paraliza o, al menos, retrasa las decisiones necesarias para acceder a un servicio público eficiente que además, como todos los esenciales, debería ser gratuito en su esencia porque persigue nada menos que la paz social. Aún más nocivas suelen ser las tensiones producidas por el rodillo de la mayoría absoluta.
Pero el poder político quiere controlar la Administración de Justicia y a los jueces porque teme una Justicia realmente independiente, eficiente y en libertad, y no acomete las reformas imprescindibles.
El Consejo General del Poder Judicial, que es un organismo mediatizado por los políticos que eligen a sus miembros, dice que quiere una autonomía plena de quienes les han nombrado, pero su dependencia en origen la hace imposible y, por tanto, no hay un verdadero órgano de gobierno y administración de la Justicia de los jueces que pueda dar respuestas a los problemas reales.
El poder económico -me refiero especialmente al que juega en los límites del derecho- está encantado de que la Justicia no sea ágil ni rápida ni previsible porque esa lentitud y esa imprevisibilidad garantizan que aunque alguna vez haya sentencia, lo que nunca habrá será justicia.
Los jueces, los fiscales, los secretarios judiciales, los funcionarios trabajan, cobran y dependen de diferentes Administraciones con distintas reglas de juego.
Los jueces, los fiscales y los abogados, que son los tres pilares básicos del Derecho de Defensa, tienen una diferente formación que dificulta la igualdad de armas y perjudica a los ciudadanos.
La Justicia ha sido la hermana pobre, la “cenicienta” de los Presupuestos Generales del Estado desde hace cuarenta años y eso permite que tengamos menos jueces de los necesarios, que muchos juzgados estén en una situación lamentable, que existan todavía los legajos sucios y amarillentos y que, casi siempre con información sensible de los ciudadanos, estén almacenados en lavabos o en trasteros, sin orden ni control. O que no existan los medios personales y materiales que son indispensables en estos momentos.
La modernización tecnológica que se ha hecho en la Administración
Tributaria o en la Seguridad Social no sólo no ha llegado -ni se la
espera- a la Administración de Justicia, sino que permite la
coexistencia de dieciocho sistemas informáticos incapaces de comunicarse
entre sí, lo que afecta a la seguridad jurídica de todos los ciudadanos
y ofende al sentido común. Juzgados sin wifi, sin ordenadores, sin
sistemas informáticos modernos o que siguen utilizando el correo postal
para enviar documentos a otros juzgados que están a una manzana de
distancia, son la norma en nuestra Justicia.
La informatización documental que se ha hecho en algunos órganos jurisdiccionales ha costado millones de euros y no funciona, me temo, en ninguno. La Nueva Oficina Judicial, aprobada en 2003 se ha hecho vieja sin que haya llegado a implantarse todavía. La seguimos llamando “nueva”, pero ya no sirve.
Y, lo que es, si cabe, peor, la Justicia española se construye sobre datos, los del Consejo General del Poder Judicial, que no son fiables. Y se sabe. A pesar de lo cual, año tras año, en el acto solemne de apertura de los Tribunales se nos viene diciendo erróneamente que los “asuntos judiciales” son, ahora, más de ocho millones, y hace poco más de un año, nueve millones. El propio presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo lo ha reconocido ante el Congreso y éste ha instado al órgano de administración de los jueces a modificar esas cifras. De momento, sin resultado alguno. Tras intentar la corrección mediante el diálogo, inútilmente, el Consejo General de la Abogacía Española encomendó a un equipo de la Universidad Autónoma de Madrid un informe cuyo resultado final indica que los casos reales, con verdadera carga judicial, son apenas una tercera parte de los “oficiales”. Sobre esos datos nada fiables se están tomando decisiones que han acabado siendo leyes que se aplican y que perjudican a los ciudadanos.
En esa situación, ¿alguien cree que es posible arreglar la Justicia
con parches, sin un Pacto de Estado que algunos venimos pidiendo desde
hace décadas?
¿Tiene sentido que en el año 2002 se firmase por unanimidad de todos los grupos parlamentarios la “Carta de los Derechos de los ciudadanos ante la Justicia” y todavía no haya alcanzado categoría de ley?
¿Tiene sentido que el único expediente electrónico que funciona de verdad en la Justicia sea el de Justicia Gratuita, aplicación pagada por la Abogacía Española para reducir las tramitaciones en más de dos meses y para evitar al ciudadano y a las Administraciones Públicas largos trámites en mostrador?
¿Tiene sentido que, como reconoció en su día el fiscal general del
Estado, Eduardo Torres Dulce, “falta un estudio de auditoría de campo,
un claro desglose de los costes y legislar sin tener claros varios
indicadores puede denunciar riesgos”, y no pase nada?
¿Tiene sentido que se pongan trabas llamadas “tasas”, al derecho
fundamental de los ciudadanos de acceder a la Justicia en lugar de poner
soluciones a los problemas que hacen que la Justicia sea ineficiente?
En la Administración de Justicia unas veces mandan demasiados y otras veces uno solo, que viene siendo el mismo. Normalmente es el Consejo General del Poder Judicial, el Ministerio de Justicia y la Fiscalía General del Estado, al menos en apariencia, porque también están las autonomías con competencia plena en materia de Justicia. Si, como en el momento presente, un solo partido sustenta el Gobierno central con mayoría parlamentaria absoluta puede asumir, cuando le plazca, todo el poder. En este contexto es en el que hay que explicar las palabras de Eduardo Torres Dulce: “no hay un verdadero interés por reformar la Justicia”. En similares términos, muchos hemos venido denunciando la pasividad con que nuestros gobernantes y políticos en general menosprecian los problemas. O la escasa, por no decir nula, sensibilidad de todos los grupos políticos, para con la Justicia y, sobre todo, para con los justiciables.
Hay una inflación innecesaria de leyes en muchos casos precipitadas, que se convierten en inaplicables al poco tiempo de su entrada en vigor o, incluso, no llegan a entrar en vigor o son derogadas tras el cambio de gobierno.
Los ciudadanos no necesitan muchas leyes sino buenas leyes. No debería haber ninguna ley que no se hiciera sin, previamente, haber escuchado a los agentes sociales o jurídicos directamente afectados, que no se acompañara de una Memoria económica y de otra de Impacto normativo. Y todas las leyes deberían ser revisadas al año, a los dos años, o a los cinco años de su implantación, por alguna institución o colectivo independiente, para comprobar si su aplicación ha solucionado los problemas que preveía, si sigue siendo necesaria y eficaz o si, por el contrario, ha creado nuevos problemas sin solucionar ninguno.
¿Están capacitados nuestros jueces para gestionar esta inmensa
maquinaria que llamamos Administración de Justicia partiendo de la base
de que no han recibido ninguna formación en este sentido? Yo creo que no
y que, seguramente, debería haber otros profesionales que asumieran
partes de la tarea, lo mismo que ha sucedido en otras Administraciones
Públicas.
Las expresivas y dolorosas denuncias de quienes se han visto defraudados por un servicio público que no responde ni de lejos a sus finalidades constitucionales y que parece hostigar a cuantos pretenden acercarse a sus aledaños denotan el fracaso de nuestra Justicia.
Por todo ello, la Administración de Justicia necesita urgentemente
un cambio profundo. Es necesario recordar que la Justicia es una de las
piezas claves del Estado de Derecho, y que sin Justicia no existe éste.
Y, aunque la Justicia no esté entre las prioridades de los políticos, el
Gobierno y los partidos políticos deben ser conscientes de que los
ciudadanos están tomando conciencia de que –además de la sanidad y la
educación- la Justicia es un elemento vertebral de la democracia.
Si existe un documento formalmente antiguo e inadecuado en nuestras
Administraciones Públicas ese es la citación judicial. Un documento
totalmente incomprensible para el español medio e intolerablemente
amenazante para quien es llamado a colaborar con la Administración de
Justicia. La citación es muchas veces el primer acto de la Justicia al
que asiste el ciudadano que es llamado a colaborar con ella. Y la mala
imagen que tiene la Justicia entre los ciudadanos podría evitarse si,
simplemente, se tratara a los ciudadanos con el respeto que merecen.
También se deberían suprimir muchos documentos y trámites inútiles –entre ellos el poder general para pleitos que expiden los notarios –previo pago de su actuación profesional, claro, y que es absolutamente innecesario-, introduciendo de una vez por todas la comunicación verbal y la telemática.
Hay que acabar con ese viejo tópico de que los procesos se retrasan porque los abogados los dilatan innecesariamente. No sólo no es verdad, sino que es imposible. Solo la Ley establece los recursos admisibles y el plazo para su formulación, siempre breve generalmente, entre tres y diez días. Si el abogado deja transcurrir el plazo, inexcusablemente, verá inadmitido su recurso con los efectos pertinentes en la responsabilidad y personal del letrado. Los plazos para los abogados se cumplen “en todo caso” por los abogados. Esa regla no se aplica igual al juez.
Las citaciones judiciales se hacen, en general, sin ningún rigor,
citando a demandante, acusado, testigos y peritos sabiendo que no es
posible cumplir el horario fijado y provocando graves retrasos y
perjuicios a todos ellos. Los millones de horas que perdemos inútilmente
en esperas en los juzgados, o en suspensiones por incomparecencias, ya
sean de parte en el juicio o de los testigos, y peritos, aunque no se
contabilizan, son un factor más del coste inútil y evitable de la
Justicia.
La falta de respeto a la dignidad de los ciudadanos en todos estos aspectos, la desconsideración hacia el valor del tiempo que pierden innecesariamente, la escasa sensibilidad social que impide que se entiendan las sentencias –y no sólo hablo del perverso lenguaje jurídico- o esos incomprensibles retrasos en unos juzgados mientras otros resuelven adecuadamente, deberían ser inmediatamente corregidos.
Son sólo algunos ejemplos de situaciones que se podrían resolver
bien sin necesidad de gastar mucho dinero. O ahorrándolo. La Justicia
necesita más inversiones, más presupuesto, más medios materiales y
personales para ser eficiente Se ha dicho demasiadas veces. Pero, sobre
todo, necesita una organización que esté al servicio de los ciudadanos y
no de los políticos o incluso sólo de los jueces. Hace falta la
voluntad política que conduzca hacia un Pacto de Estado. Se puede,
¡claro que se puede!
FUENTE: Espacio público
Ágora política
19/02/2015
También se deberían suprimir muchos documentos y trámites inútiles –entre ellos el poder general para pleitos que expiden los notarios –previo pago de su actuación profesional, claro, y que es absolutamente innecesario-, introduciendo de una vez por todas la comunicación verbal y la telemática.
Hay que acabar con ese viejo tópico de que los procesos se retrasan porque los abogados los dilatan innecesariamente. No sólo no es verdad, sino que es imposible. Solo la Ley establece los recursos admisibles y el plazo para su formulación, siempre breve generalmente, entre tres y diez días. Si el abogado deja transcurrir el plazo, inexcusablemente, verá inadmitido su recurso con los efectos pertinentes en la responsabilidad y personal del letrado. Los plazos para los abogados se cumplen “en todo caso” por los abogados. Esa regla no se aplica igual al juez.
Y, lo que es peor, se están señalando juicios ¡para 2019! -como ha
denunciado recientemente la Brigada Tuitera y sin más explicación que la
manida “dada la acumulación de trabajo que pesa sobre este juzgado”.
La falta de respeto a la dignidad de los ciudadanos en todos estos aspectos, la desconsideración hacia el valor del tiempo que pierden innecesariamente, la escasa sensibilidad social que impide que se entiendan las sentencias –y no sólo hablo del perverso lenguaje jurídico- o esos incomprensibles retrasos en unos juzgados mientras otros resuelven adecuadamente, deberían ser inmediatamente corregidos.
Ágora política
Carlos Carnicer Díez
Presidente del Consejo General de la Abogacía Española19/02/2015
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