La tía Antonia venía todos los sábados a echarle una mano a mi abuela con ese quehacer, a cambio de unas monedas y un contundente almuerzo. Desde lejos se oía el golpeteo rítmico de las prendas sobre la superficie acanalada de la piedra de lavar. Aunque hacía de lavandera ocasional (mucho antes de que el invento ese de la lavadora eléctrica llegara a nuestra casa) su verdadera profesión era la de pescadera ambulante. Aún la recuerdo con la cesta sobre la cabeza, voceando su mercadería a pleno pulmón:
- ¡Al pescado... al pescado... al pescado fresquito!... ¡Hay chicharros, chopas, bogas, salemas...!
Fue un día en el que, tras haber lavado y tendido la colada semanal, mientras comía, me dijo:
- ¡Niño!... ¿Tú sabes de números?
- ¡Sí! Respondí resueltamente.
- Pues a ver si me haces una cuenta.
Obediente, fui a por la maleta del colegio (el cabás) y sacando lápiz y papel, me senté frente a ella dispuesto a complacerla. Entonces me fue diciendo: "Cinco de esto, catorce de aquello, veinte de lo otro, tres de no se qué..." así hasta finalizar la larga lista de los productos que había comprado en el mercado.
Lo sumé todo a conciencia y le dije:
- ¡¿Cómo va a ser eso?!... ¡Tú no sabes de cuentas!
Confundido, volví a repasar la suma con detenimiento, pero me dio la misma cantidad.
- ¡Quita, quita!... ¡¡¡Melania!!! gritó, llamando a su sobrina que se hallaba en el patio.
- Mira a ver si tú me sacas esta cuenta, que tu nieto no sabe.
Melania, que también era analfabeta como ella, comenzó a calcular mentalmente lo que su tía le iba diciendo: "Tanto de esto, tanto de lo otro... y fue entonces cuando, buena conocedora de los precios, se percató de que le daba unos en duros y otros en pesetas...
¿Cómo me iba a salir a mí la cuenta?
Miguel Ángel G. Yanes
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