17/3/12

EL RINCÓN DE MEAR

Cuando éramos pequeños y aún no dominábamos bien este lenguaje nuestro, decíamos "mear". Aunque algunos más pijos ya habían aprendido a decir "orinar" y nos lo recriminaban a menudo, como si ambos verbos no fueran sinónimos del mismo hecho fisiológico, puro y llano, de expeler los residuos líquidos.

Curiosamente, quedó orinar como algo más fino y educado que mear, y así ha llegado hasta nuestros días. Aunque a decir verdad, echábamos "una larga y cálida meada"*, que no una "orinada".


Con los años, a medida que crecíamos y aumentaba nuestro vocabulario, fueron añadiéndose otras palabras y frases para significar lo mismo: evacuar, miccionar, excretar, hacer aguas menores, " pis" y "pípí" (no se cuál de las dos es más cursi, vengan del inglés o del chino mandarín).

Con el tiempo también aprendimos una serie de palabras y frases graciosas como: desaguar, desbeber, eliminar potasio, visitar al Señor Roca, cambiarle el agua al canario, a los chochos (altramuces) o a las aceitunas... pero la más rotunda y poderosa de ellas, sigue siendo "mear". De hecho, cuando rememoro la infancia, recuerdo con total nitidez cómo, cuando nos acuciaba la vejiga, para no desaprovechar el sagrado tiempo de los juegos, en vez de acudir a casa, nos arrimábamos al rincón de mear. Y en aquel ángulo muerto, entre risco y pared... ¡meábamos!

Por eso, hoy, paseando por la Rambla de las Asuncionistas, no he podido reprimirme al ver el vértice de piedra que rompe la línea recta del viejo muro del puente. Ha saltado el chip de la memoria y he dicho en voz alta: "El rincón de mear", y me he quedado tan ancho, porque no le encontré otra utilidad.


(*) Título de una novela de Álvaro de Laiglesia

Miguel Ángel G. Yanes

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