No me pregunten en que lugar estaba exactamente porque lo desconozco. Solo sé que entré al unísono con dos chicas (yo también era joven) en un ascensor aséptico y brillante, de color gris metálico, con una docena de focos encastrados en un espejo que recubría el techo. Justo en el instante de ir a pulsar para elegir el piso de destino, se cerró la puerta y se apagó la luz al mismo tiempo.
A oscuras tanteamos el tablero (digital para más inri) lo que no daba opción al menos a contar los botones para hacer un cálculo; así que pulsamos al azar esperando dar con la alarma de emergencia. Contra todo pronóstico, se puso en marcha.
- En algún piso se detendrá - dijo una de ellas.
Pues así, a oscuras, comenzó un viaje "interminable". Aquel artefacto comenzó a ascender adquiririendo una velocidad endemoniada que nos hacían tropezar a los unos con los otros. Por un instante, su constante aceleración me recordó una lanzadera espacial.
No sé si fueron minutos, horas o qué, porque perdí la noción del tiempo. Los teléfonos móviles de ambas jóvenes no funcionaban, ni siquiera sus linternas. El mío tampoco, porque no tengo. Tuve el pálpito de que los relojes se hubieran detenido, pero no había manera de comprobarlo; ni mecheros ni cerillas. Ninguno de nosotros fumaba.
En vista de que aquel artilugio no se detenía, nos entró una lógica angustia pero que, sin llegar a pánico, se fue atemperando poco a poco, como todo aquello que en la vida resulta irremediable.
Asumimos que aquella situación escapaba a nuestro control y, aunque parezca mentira, terminamos relajándonos y, sentándonos en el suelo, cogidos de las manos en la más completa oscuridad, charlamos amigablemente; tanto, que una de ellas le propuso a la otra (no sé si en plan de guasa o no) que podrían violarme para destensar y aprovechar el tiempo. Algo que no llegó a cuajar porque, en ese mismo instante, el ascensor se detuvo con una brusca sacudida. La puerta se abrió y nos hallamos en el interior de un mercado asiático.
- ¿Dónde carajo estamos? - preguntó la segunda muchacha.
Sin soltarnos de las manos, salimos de la cabina, presas de un desmedido asombro.
El bullicio era ensordecedor: Ciudadanos orientales cargando enormes fardos sobre sus hombres, empujando carretillas de madera atestadas de productos agrícolas, portando innumerables bolsas plásticas repletas de compra...
Busqué una referencia informativa y me topé con una serie de ideogramas que no supe identificar. No tuve claro si eran chinos o japoneses; las chicas tampoco.Y claro, no entendíamos "ni papa" del idioma que se hablaba a nuestro alrededor.
Atravesamos aquella nave donde se amontonaban montañas y montañas de frutas y verduras de todos los colores, formas y olores imaginables, para llegar a una inmensa pescadería que se me antojó un especie de hangar en la que, multiples puestos ofrecían una variedad increible de pescados y otros frutos del mar, y donde apenas se podía caminar entre tantísima gente. La resonancia resultaba mayor aún que en el espacio anterior.
Entre aquella barahunda de chirridos, golpes, gritos... se alzó una voz que dijo en castellano:
- ¡Míguel! ¿Qué haces aquí?
- ¡Luis!... Luis Crespo! ¡Que alegría verte, tío! ¿Se puede saber dónde coño estamos?
- Pues si no lo sabes tú. Yo vine a parar a aquí tras un disparatado viaje en ascensor.
Fue entonces cuando el maldito sonido del teléfono interrumpió aquel sueño vespertino que tan bien hilvanado iba. Las puñeteras llamadas de las empresas de telefonía, siempre jodiendo la intimidad del ciudadano.
Miguel Ángel G. Yanes
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