Me
llamaba la atención, desde un principio, el silencio casi religioso en
que se sumía, prácticamente, la totalidad de los viajeros del tranvía,
en contraposición a la distendida algarabía que se suele escuchar en las
guaguas.
Tal vez íbamos demasiados tensos por lo novedoso del medio de transporte
y, a no ser que sonara algún teléfono móvil, obligando a responder a la
llamada, no se oía ni una mosca. De haber sido así, parece que lo vamos
superando, porque ya se escuchan las conversaciones de rigor, algún
chiste, algunas risas y como no… los que pueden romperte el tímpano con
un chorro de decibelios disparado a toda presión contra tu oído.
La joven que hoy iba sentada frente a mí, era una de estas personas.
El tono de su voz era demasiado agudo y su intensidad altísima (supongo
que se le oiría perfectamente en todos los vagones) pero, además,
“rajaba” que daba gusto. Hablaba a grito pelado con un amigo que iba a
su lado y no se hartaba de decir lindezas de una conocida común:
“Que basta es. ¿Tú te has fijado como viste? No sé para que se pone esos
tacones, si no sabe caminar con ellos. A todos lados va con el novio;
tendrá miedo de que se lo quiten. Y pretendía presentarse a Miss…”
Yo
la observaba con detenimiento y no conseguía entender cómo una chica
joven y guapa como aquélla, sólo echaba sapos y culebras por la boca.
Hay que ver. Con la edad que tengo y a veces no consigo reprimirme. Nunca terminaré de aprender.
Así que cuando ya me encontraba de pie, a punto de abandonar el tranvía,
viendo que ella continuaba con su larga letanía, me giré y le dije:
“Señorita, le recomiendo que cambie de canal”.
Reconozco que soy un entrometido.
Miguel Ángel G. Yanes
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