NARRATIVUS

LA NIEVE Y LA COMETA

El día amaneció gris y desapacible. Hubo tormenta durante gran parte de la noche, y ahora que había escampado, un leve viento helado bajaba de la sierra, barriendo las calles blancas y solitarias.


Desde la ventana de mi habitación, aluciné al contemplar cómo la nevada nocturna había cubierto por completo asfalto, aceras, jardines… con su manto impoluto, no hollado aún por huellas o rodadas de auto.

El viento, al agitarme los cabellos trajo, de pronto, una imagen a mi semi-adormecida cabeza: ¡la vieja cometa! Así que, aún en pijama, presto, eché a correr escaleras arriba hacia la buhardilla. No me costó encontrarla. Allí estaba desde el pasado otoño: una estrella azul de papel de seda y finas cañas, colgada de una alcayata en la pared, con su cola de trapo enrollada alrededor, aguantando a su vez el gran ovillo de hilo de bala que me permitía dejarla volar sin que escapase.



Era domingo y todos dormían aún, así que, sin cortapisas por parte de nadie, me vestí, me calcé unas botas de goma y un gorro de lana, y sin tan siquiera desayunar, allá que me fui a la calle con la cometa entre las manos. La altura de la nieve era escasa, lo que me permitió correr por mitad de la carretera y hacer que se elevara sin esfuerzo. Así que corrí y corrí hasta quedarme sin aliento, logrando que el ovillo se desenrollara por completo y la cometa ascendiera a su máxima altura. Me encontraba extasiado contemplando sus giros y caracoleos, cuando una niebla densa comenzó a formarse a mi alrededor hasta hacer desaparecer el entorno por completo. Recogía el hilo con toda la rapidez posible, cuando un temor me asaltó el ánimo.

¡Dios mío! Estaba en mitad de la carretera. Y con aquella niebla tan espesa ocultándolo todo, cabía la posibilidad de ser atropellado. Aún lo estaba pensando cuando la cometa, momentáneamente, se hizo visible a unos pocos metros sobre mi cabeza, y un coche me esquivó de milagro, rozándome casi y haciendo sonar su bocina con un sonido largo y estridente que., “in diminuendo”, se perdió tras él.


Sin referencias de hacia dónde podía huir, quedé petrificado en medio de la nada con aquella cuerda en la mano, cuyo final azul ahora no veía, hasta que, tras unos ¿segundos? interminables, la niebla comenzó a deshacerse y el mundo recuperó de nuevo su conocido aspecto. Fue entonces cuando puede ver, con nitidez, a mi estrella volante (aspirante, tal vez, a fugaz) engalanando el cielo tenso y gris con la luminiscencia de su azul eléctrico y aquella cola de retales y nudos serpenteantes. Pero cuando estaba haciéndola llegar hasta mí, un golpe de viento la llevó a enredarse entre las ramas en uno de los árboles que flanqueaban la carretera. El miedo a que pudiera quebrarse su frágil estructura, me llevó a trepar por él hasta que la alcancé y conseguí liberarla. Y con ella entre las manos, cerrando los ojos con fuerza, salté hacia la blanca superficie de la calzada.

Cuando abrí los ojos nuevamente, el universo entero había cambiado. El cielo raso, de ser gris pasó, de pronto, a un blanco mate con rectangulares esquinas, y el blanco de la nieve se trocó, de repente, en el color eléctrico de las sábanas (también de raso) que mi cuerpo envolvían. Y entonces supe que la nieve era azul, blanco impoluto el cielo y transparente el niño que, haciendo volar sus sueños de cometa, jugando más allá de la linde gris del tiempo, seguía siendo yo…este aprendiz de anciano que hoy escribe.



Miguel Ángel G. Yanes
13/05/12


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LUNA

Nos llegó de las manos de Leo… más bien de sus brazos, donde venía acurrucada, cuando Laura contaba apenas cinco años de edad.

A pesar de que ya tenía una mascota (regalo de una amiga): Mau, un precioso gato persa chinchilla, de pelaje largo y suave, blanco como la nieve, y unos increíbles ojos de distinto color; su ilusión era tener un perrito con el que poder jugar, al que poder acariciar y abrazar, y sacarlo a pasear, como había visto hacer a sus compañeras de colegio, cuyos padres, a veces, los llevaban a la hora de la salida, para alborozo de ambos, tanto de las niñas como de los perros.

En principio nos negamos, habida cuenta de que, gatos y perros no suelen hacer muy buenas migas, a no ser que se hayan criado juntos desde muy pequeños, y Mau ya era un animal adulto. Pero como todos los padres que se precien de serlo, cedimos a su empeño y decidimos buscarle un cachorrito. Fue entonces cuando nos planteamos el tipo de perro que deberíamos buscar; sobre todo que fuera de pequeño tamaño, apropiado para vivir en un piso. Y hete aquí que Leo, compañera mía de trabajo en aquellos años, al enterarse del asunto, y aprovechando que su perrita Jiribilla (palabra de origen cubano que viene a significar revoltoso, inquieto, travieso, o como diríamos los canarios: desinquieto-a) había parido una camada recientemente, nos trajo una tarde, sin que lo esperáramos, aquel pequeño ser.


Apenas tenía un mes; era hembra, blanca, de pelo corto y liso (todo lo contrario que su madre) con unas pequeñas manchitas en una de las orejas, unos ojos oscuros y penetrantes, un rabo siempre alzado como el trole del tranvía y un hocico marrón, regordeta como todos los cachorros, se asemejaba más a un cerdito que a un perro. Y lo más importante… ¡era de raza común! un chucho callejero al que intentaríamos dar todo nuestro cariño. Y es que, casi todo el mundo quiere tener un perro de raza, de postín, algo para lucir como si fuera un bolso, y algunos como si fuera un arma (que de hecho lo son) sin darse cuenta de la cantidad de perros comunes, ya sean cachorros o adultos, que necesitan un dueño que los cuide y los mime. Pero no. Priman siempre las razas y los pedigríes.

En el fondo todo es un problema de consumismo, de imagen, o de caché como se dice ahora. Una vana apariencia que termina justificándolo todo, incluso el no plantearse siquiera la posibilidad de adoptar un chucho, y rescatar así un alma perruna del triste purgatorio de la perrera.


Esas criaturas de ojos tristes, que encerradas tras una reja esperan, con resignación, una mano amiga que los acaricie, que los libere, que los haga partícipes de su mundo, a cambio de su más preciado don: la lealtad. Porque si hay un animal listo, leal y cariñoso, ese es el perro callejero al que se le ha ofrecido el amparo de un hogar, donde a diario encuentre agua, comida y sobre todo… ¡afecto!

Laura estaba encantada con su perrita. La acariciaba con esa delicadeza de la que sólo es capaz la mano de los niños. Parecía que tuviera miedo a romperla o dañarla. Y así, Luna, pasó a formar parte también de la familia. A todas estas Mau, que nunca había visto un perro, la aceptó de inmediato, como si de otro gato se tratara.

Sacar a Luna en brazos, arropándola en el interior de su chaqueta, de la que sólo sobresalía la diminuta cabecita, era para Laura haber cumplido el sueño de su infancia, máxime cuando a todo el mundo le llamaba la atención aquel curioso tándem, y una sonrisa de felicidad le iluminaba el rostro.

Luna fue creciendo y Mau, que desde un principio, compartió con ella su cojín azul de gatos y ratones, terminó hartándose. Ella, como todos los cachorros sólo quería jugar, cosa que él aceptaba a regañadientes y que, poco a poco, fue minando su relación.
 Mau siempre había lucido una cola magnífica, esponjosa, mullida, pero ahora que Luna lo perseguí constantemente para mordérsela, se le había convertido en un espicho (palabra también muy nuestra) Huía de ella a toda velocidad hasta alcanzar la mesa del comedor, pero el impulso de la carrera lo obligaba a sacar las uñas para frenarse antes de caer por el otro lado, lo que para la madera significó un profundo desastre de innumerables surcos. Y cuando lo perseguía en la cocina, su única opción era alcanzar la puerta, por la que salía como alma que lleva el diablo, clavando las afiladas uñas en la pared del pasillo para tomar impulso, lo que obligaba, cada dos por tres, a reparar el maltratado paño.

Cuando todos teníamos que salir, los dejábamos en el balcón. A Luna en su caseta de madera, en el suelo, y a Mau en su cesta de mimbre, sobre una mesa de jardín, para que cada cual dispusiera de territorio propio, pero claro… él necesitaba moverse y para ello utilizaba la barandilla, de apenas cinco centímetros de ancho. Iba y venía por ella como un consumado equilibrista, esquivando los saltos de Luna empeñada en seguir afilándole la cola.

A Mau le encantaba sentarse en el alfeizar de la ventana, donde Luna no podía alcanzarlo, disfrutando así de una magnífica atalaya y de unos instantes de relax.

Todo se complicó cuando Laura comenzó a temer a su gato. Razones le sobraban, porque se agazapaba en cualquier esquina y saltaba sobre ella, arañándola a cada rato, cosa que no había hecho con anterioridad. Supuse que era una cuestión de celos y decidimos atajar el problema de raíz. Con gran dolor por parte de todos (incluida Luna que supongo sería quien más lo echaría en falta) optamos por buscarle un nuevo hogar a Mau.

Dª Nieves, la viuda de mi abuelo paterno, que vivía sola, rodeada de pájaros, perros, gatos y hasta loros, al enterarse de la situación, se apresuró a darle asilo en su particular arca de Noé, donde hasta hoy disfruta de esa vejez que los felinos saben llevar con tanto garbo.


En consecuencia, Luna heredó la cesta de Mau, no así el cojín que se mudó con él, por lo que le compramos uno nuevo, cómodo y mullido, que le colocamos en la sala de la tele, donde pasaba echada la mayor parte del día. Jamás había visto a un perro que durmiera tanto. Pienso que ella también creía que era un gato.

Pasaron los años y la relación de convivencia fluía con total normalidad: había aprendido a hacer sus necesidades sobre un periódico que le colocábamos en el balcón, no se subía a las camas ni a los sillones (salvo en alguna que otra ocasión) y, ante la prueba evidente de los pelos que la delataban, bastaba decirle “¿quién se subió aquí?” para que, avergonzada, agachara las orejas y metiera el rabo entre las patas… No mordía los muebles ni la ropa y… aunque no aprendió a maullar, apenas ladraba.

A pesar de que era una perra de raza común, tenía una cierta similitud con los terrier, al punto de que, una señora inglesa, que solía frecuentar el parque al que la llevábamos a pasear, nos indicó que era idéntica a un Jack Rusell Terrier de pelo liso que ella había tenido. ¡No! Si al final resultaría que pese a nuestro empeño, nos habíamos quedado con un ejemplar cercano a la aristocracia canina.

El primer amigo que Luna hizo en el parque fue un perro enorme y noblote al que llamaban Turco y que parecía algún tipo de cruce con Pastor Alemán. Sé que tenía dueño por lo aseado que estaba, pero siempre venía sólo y sin collar, por lo que nunca supe a quién pertenecía. Cierto día, y gracias a él que se interpuso en su camino, Luna, que se nos había escapado, no fue atropellada por un coche.

Curiosamente había otros animales con los que no transigía: una anciana perra Bobtail, a la que ladraba ya desde la distancia y no dejaba que se le acercase, y una hembra de Bóxer que no le inspiraba demasiada confianza. Por lo demás se relacionaba bien con el resto de perros; mucho más con los machos que con las hembras como es de suponer, y aunque prefería a los de su estirpe, a los desheredados, a los perros sin raza; algún Husky, algún Samoyedo y algún Rottweiler también le hacían tilín.

Me bastaba con un silbido para que acudiera a mi lado, pero cierto día pudo más la curiosidad que la prudencia y, desoyendo mi llamada, se acercó a un grupo de perros de presa que estaban sin bozal, cuando, una hembra de enorme boca se abalanzó sobre ella y le mordió, de parte a parte, el lomo. Por fortuna, el dueño se encontraba cerca y la obligó a sortarla. La pobre Luna salió de estampida y, por primera vez, abandonó el recinto del parque por si sola en busca del hogar. Temí que algún vehículo pudiera atropellarla y corrí tras ella. Tuvo suerte. Atravesó varias calles con abundante tráfico y logró llegar a la puerta de casa, donde la encontré asustada y temblorosa.

Después de hacerle una pequeña cura, regresé solo al parque. El chico, que me reconoció al instante, vino a disculparse por lo acontecido, pero aunque acepté sus disculpas, me mostré inflexible con el hecho de que perros potencialmente peligrosos como aquel, pasearan sin el preceptivo bozal.

“¿Y si en vez de a un perro hubiera mordido a un niño?” le pregunté.

“Jamás ha mordido a nadie” me contestó.

“Pues procura poner los medios para que no ocurra, porque uno nunca puede prever las reacciones de un animal”.

Luna nunca tuvo cachorros. Por más que intentamos cruzarla en un par de ocasiones, nunca cuajó y no llegó a ser madre. No obstante, en los primeros años, el instinto latente la obligaba a robarle a Laura algún que otro peluche, que acurrucaba con mimo en su caseta.


Nunca pensé que un animal de pelo corto pudiera soltar tantísimo ídem. Barríamos la casa a diario, sacando ingentes cantidades de pelo perruno, hasta el punto de que, en una ocasión, había tal bola, que le gasté una broma a Laura, diciéndole: “Mira, Luna ha tenido un cachorrito”.

A pesar de su edad, casi alcanzaba los catorce años, lo que traducido a edad humana la convertía ya en nonagenaria, poseía una vitalidad y agilidad increíbles; era una delicia verla correr y saltar sobre el césped: ¡parecía un conejo! (¿Pero cuántas similitudes tenía este animal?)

Siempre he tenido la sospecha de que los animales captan cosas que a nosotros se nos escapan. Para muestra un botón: A diario solía bajar, por la acera de enfrente a nuestra casa, un señor alto y grueso al que desconocíamos, pero Luna, también a diario, y con el pelo totalmente erizado, ladraba sin parar desde que el hombre doblaba la esquina hasta que desaparecía por la otra punta de la calle.

“¿Pero que demonios…? ¡Oh! ¡Dios mío!”. A saber.


Con los años, Luna había adquirido también ciertas habilidades: Lograba mantenerse de pie sobre las patas traseras un tiempo considerable e incluso saltaba sobre ellas (la perra yo-yo como decía Laura, o la perra-canguro como decía yo).

Había descubierto que la tapa del cubo de la basura subía al pisar el pedal, y en cuanto nos descuidábamos, si había algo agradable a su olfato, la abría e introducía la cabeza para ver que pescaba.

Distinguía perfectamente determinados vocablos y entonaciones: bastaba decirle “¿Vamos a la calle?” para que se volviera como loca, corriendo y brincando a tu alrededor. Al preguntarle “¿Qué hay que coger?” se dirigía a la gaveta donde estaba su correa de paseo y allí se sentaba. No hacía falta ni ponerle el collar, ella misma introducía la cabeza y se lo colocaba, esperando que se lo abrocharan.

Sin embargo había una frase que no le gustaba nada: “A bañarse”. Echaba a correr y se escondía en los sitios más inverosímiles. Y eso que siempre las bañamos con sumo cuidado en agua tibia, con champú especial y un cepillo suave. Aunque lo peor para ella, era el ritual de cortarle las uñas. Le producía verdadero pánico, hasta tal punto de que, en alguna ocasión, terminé haciéndole daño al cortarle más de la cuenta, porque no había manera de que se estuviera quieta. Luego tenía que apretarle la uña dañada, con una gasa empapada en agua oxigena, durante bastante rato, para detener la pequeña hemorragia. Cuando ya estaba seca y cepillada y le abríamos la puerta del baño, salía a toda pastilla, derrapando en las curvas, corriendo sin parar durante un rato, hasta que lograba relajarse.

En lo referente a la comida era una pasada; comía absolutamente de todo, desde el pienso compuesto de rigor, pasando por carne, pescado, queso, jamón, verduras, pasta, fruta (le encantaba la fruta; mientras estuvieras mondando alguna, fuera cual fuera, no se apartaba de tu lado) Aunque había algo que le resultaba una auténtica golosina: las avellanas tostadas. Las hacíamos rodar por el pasillo y corría que se las pelaba hasta alcanzarlas. Incluso cuando, sabedora de que nos marchábamos, se mostraba reacia a salir al balcón, no existía mejor solución que un puñado de avellanas como señuelo.

El sonido de la puerta del frigorífico, el del papel de aluminio o el de la cucharilla revolviendo el café, eran para ella como el tintineo de una campanilla al que no se podía resistir.

Entre nuestras normas de conducta, teníamos estipulado no darle nada mientras estuviéramos comiendo, por lo que se echaba bajo la mesa de la cocina hasta que, al oír el tintineo de la cucharilla abriendo la veda, se sentaba a mis pies. Entonces yo me saltaba la norma a la torera, y mientras degustaba el café y mojaba alguna galleta en él, le ofrecía a Luna el trocito que me quedaba entre los dedos.

El helado era también una de sus golosinas preferidas. Le daba lo mismo que hiciera frío o calor, fuera del sabor que fuera, lo devoraba con verdadera fruición.



Luna había heredado de su madre un punto de epilepsia y, muy de vez en cuando sufría alguna crisis. Era fácil adivinarlo porque se la veía asustada sin motivo, temblorosa y con el rabo entre las patas. La manifestación de la enfermedad que, por fortuna, duraba unos pocos minutos, cursaba con vómito, diarrea y la imposibilidad de mantenerse en pie, pero una vez superada la crisis volvía a tener la misma vitalidad de siempre.

Una noche de domingo, al regresar a casa, no me gustó su aspecto. Eran los síntomas de siempre, y al echar un vistazo al balcón vi los restos normales de lo que supuse un nuevo ataque epiléptico. La limpié lo mejor que pude, la coloqué sobre su cojín y le puse el bebedero de agua junto a él. Durante mucho rato, sin levantarse siquiera, bebió con avidez, lo que me dejó confuso, pues siempre tuvo agua a su alcance. Luego pareció relajarse, aunque respiraba con cierta dificultad por lo que, a pesar de lo intempestivo de la hora, llamé al veterinario. Me dijo que ya había terminado su guardia y que no podía venir a casa, pero que a la mañana siguiente, a primera hora, acudiera a la consulta.



No me quedé nada contento. Tenía un mal pálpito. De hecho, cuando mi mujer se fue a acostar, decidí quedarme junto a Luna. Estuve toda la noche a su lado, hablándole, acariciándola… cuando de repente, a eso de las cinco de la madrugada, le sobrevino otro ataque; tras una serie de convulsiones, su frágil corazón no pudo más y se detuvo de golpe entre mis brazos. Por más que intenté reanimarla, todo fue inútil… ¡Se había ido! Sólo pude abrazarla con fuerza contra el pecho y llorar desconsoladamente como un niño. Había perdido a una amiga fiel, a la más cariñosa y noble de las criaturas.

A la mañana siguiente me acerqué a un supermercado cercano, para solicitar una caja de cartón en la que llevar su cuerpo hasta la clínica veterinaria, pues sabía de la existencia de una empresa dedicada a estos menesteres, que recogía los cadáveres de los animales para proceder luego a su incineración. Así que coloqué una de sus toallas en el fondo, la cubrí con otra, y con gran pesar en el alma, me eché a la callé con aquel ataúd circunstancial en brazos.

Y así entregué su cadáver y su ficha de vacunaciones al mismo veterinario que no acudió en su auxilio.



Pero ahí no acabó todo… todavía me quedaba decírselo a Laura.

Miguel Ángel G. Yanes
05/11/11

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LA BRONCA


Llegamos en coche, mi hija, mi mujer y yo a un pueblecito de la frontera (no recuerdo el nombre, si es que llegue a verlo en algún momento) pero la hora la recuerdo con nitidez; eran las 5 en punto de la tarde, de una tarde brumosa y fría; había llovido con intensidad y el asfalto se encontraba aún bastante mojado. Aparcamos el coche en el arcén, a pocos metros del cine. Curiosamente, tampoco recuerdo su nombre, ni siquiera el título de la película que queríamos ver. Era uno de esos pueblos de montaña de la banda francesa de Los Pirineos, donde, dada la pendiente del terreno, las casas se situaban sólo en la parte ascendente de la ladera a partir de la húmeda carretera, quedando los bancales agrícolas bajo ella, hasta perderse de vista en la niebla que ocultaba algún lejano y previsible valle.



Subimos las escaleras de piedra del antiguo edificio donde estaba ubicada la sala cinematográfica. Sin dilación, me dirigí hacia la taquilla, saludé en castellano a una señora que era la viva imagen de la médium de “Polstergeist”, bajita, regordeta y con su mismo peinado y solicitando tres entradas, deposité un billete de 50 euros sobre el frío mármol.

Su reacción fue de lo más curioso: besó el billete y en vez de introducirlo en el cajón de la máquina expendedora, lo puso a su izquierda, fuera de mi vista.

Me entregó los tickets, no me dio ningún tipo de vuelta y me dijo: “que disfruten “.


Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, ni sobre la ventanilla, ni a los lados de la misma existía un cuadro con las correspondientes tarifas, por lo que, pareciéndome 50 euros un precio excesivo, le pregunté cuánto valía cada entrada.

“Pues lo que acabo de cobrarle, señor” me respondió en un perfecto castellano.

Confuso, con las entradas en la mano (tampoco hacían referencia al precio) me giré hacia mi familia que, al ver mi cara de desconcierto, se acercaron a mí.

Explicarles lo que ocurría y, de repente, ponerse la taquillera a gritar como una energúmena, fue todo uno. Con la cara roja y una insufrible voz de pito, armó la de Dios es Cristo. Ahora si que no entendía nada.

Hasta unas lágrimas, no sé si de rabia o de cocodrilo, brotaron de sus ojos saltones, resbalando bajo las gruesas gafas de amarillenta pasta.


Cuando se bajó del taburete, que me di cuenta de lo bajita que era en realidad.

A todas éstas, la música anunciaba ya el comienzo de la película y la cola a nuestras espaldas había crecido considerablemente, por lo que la gente empezó a protestar, lo que la obligó a volver a su trono.

Ante tamaño altercado acudió el encargado del cine, un señor mayor, muy correcto y reposado, con el que no pude entenderme en absoluto porque ni el hablaba castellano ni yo tengo puñetera idea de francés, no sé si por culpa del Colegio, del “Régimen”, de la Democracia, o de la madre que parió a Paneke.

Fue entonces cuando, al oír los primeros diálogos de la película, la ordenada cola que esperaba para entrar, se deshizo de golpe y nos vimos aprisionados contra la pared en la ribera de un verdadero río humano -“Pero… ¿cuánta gente vive en este pueblo?” - que pugnaba por penetrar a toda costa (y a fe que lo consiguieron), al interior de la sala.

Cuando la puerta de doble batiente había engullido ya todo aquel caudal, mi mujer se da cuenta de que le falta el paraguas que llevaba colgado del brazo. Un capricho azul, de esos que los trabajadores sólo nos podemos permitir muy de tarde en tarde, y que habíamos comprado, ese mismo día, en una tienda bastante carilla de Barcelona.


Su rabia y desconsuelo fueron también mayúsculos.

A todas estas, alertado por el creciente follón, apareció el propietario del cine, un señor de mediana edad, bajito, orondo, de forzada sonrisa e inquietante mirada que, por lo visto, vivía en la planta superior del edificio.

Nos tomó del brazo y nos sacó al exterior donde, de nuevo, amenazaba lluvia.

Chapurreaba algo de castellano y, mal que bien, logramos entendernos; bueno, lo de entendernos es un decir porque la cuestión principal quedó sin dilucidar.

Entonces, le amenazo con denunciar en la prensa española, todo lo ocurrido, si no se avienen a devolvernos el dinero pues, a todas estas, la proyección llevaba ya muchos minutos de metraje y, ni merecía la pena entrar, ni yo estaba de humor para películas.

Se limitó a encogerse de hombros y decirme con frialdad: “Señog, puede haceg usted lo que quiega”.

En ese instante hizo presa en mí la impotencia al sentirme estafado, y hasta me dieron ganas de aflojarle una buena castaña. Menos mal que me contuve a tiempo, no sé bien si por propio dominio o porque comenzó a llover de nuevo.

Dejando plantado al tipo, nos dimos la vuelta camino del coche, quedándonos con las ganas de esperar a que acabara la función, para ver quién salía con el paraguas azul, pero la lluvia arreciaba y la oscuridad con ella, lo que nos obligó a apretar el paso por la orilla de la carretera. Dos jovencitas, asomadas a una ventana, nos abanaban sonrientes, no sé bien si con consideración o en plan de burla.

De pronto mi mujer se agacha en la cuneta y arranca de raíz una planta de minúsculas flores azules… “A cambio del paraguas”, dice.


Las gotas de agua van perlando la carrocería del coche. Tras un par de maniobras, giramos en la misma recta camino de España… de Cataluña… de Palamós… de...

Estoy en Santa Cruz de Tenerife… Islas Canaria; son las 5 y 20 de la tarde. Apenas han transcurrido 20 minutos desde que me tumbé a dormir la siesta. Me levanto algo aturdido y acercándome a la cocina, digo a mi familia:

“Vengo de Francia. Acabo de tener una bronca de campeonato en un cine de pueblo”.

Miguel Ángel G. Yanes
04/02/08


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AGUSTINITO "EL MALO"

Agustinito “el malo” (título otorgado por Laura, mi hija) era un crío precioso, rubio y regordete, con unos enormes ojos verdes heredados de su madre, que solía frecuentar el parque infantil del García Sanabria, a principios de los años 90. Han pasado casi 15 años, pero lo recuerdo con total nitidez.



Mordía a todos lo críos que se pusieran a su alcance.

Cuando esto ocurría, y la criatura agredida rompía a llorar con todas sus fuerzas, la madre del infante agresor, guapa, alta, rolliza, con los mismísimos ojos de su retoño, sin levantar el culo del asiento, se limitaba a decir con voz melosa:

- ¡Agustinito, ven!


En esa época, mi hija era muy tímida, con verdaderos problemas de comunicación, sobre todo con el resto de niños; de ahí que soliera llevarla a aquel recinto, por ver si se socializaba un poco, pero en cuento me daba la vuelta, cogía un palito o un trocito de rama y se ponía a dibujar figuras en la tierra apisonada; o se limitaba a recoger semillas que luego amontonaba. Siempre en cuclillas, muy atenta al mundo que existía a sus pies, desentendiéndose por completo del resto. Sola, siempre sola.


No le agradaban los juegos de movimiento: columpio, tobogán, balancín…y elegía siempre los estáticos. Allí sólo había dos: la cabañita y la caja de arena. Enseguida observó que la cabañita se encontraba ocupada, por lo que, elevando su diminuta pierna, se introdujo en la caja, donde no había nadie.


El mordelón, al observarla, se dirigió hacia ella, pero no sé si por falta de agilidad o porque se lo impedía el pañal que se adivinaba bajo sus pantalones, no logró superar el obstáculo. Retrocedió sobre sus regordetes pies, hasta los también regordetes de la “sua mamma”, para coger un cubo de plástico. Volvió sobre sus pasos, lo introdujo en la arena, medio lo llenó, y como no alcanzaba a morder a Laura, se lo volcó de golpe sobre la cabeza.

Ella tosió, sacudió apenas su arenada cabeza, y siguió a lo suyo sin prestarle la menor atención, pero a mí se me llevaron todos los demonios, porque la madre estaba atenta y fue incapaz de impedirlo.


- ¡Señora! -le grité- ¿Pero no ve a su hijo?

- ¡Agustinito, ven!

En otra ocasión, acudimos al parque con unos familiares de mi mujer, que también tenían una cría de pocos años. Mientras el padre se afanaba en desatarle las correas del carrito, Agustinito “el malo”, siempre al quite, mordió a la pequeña en un brazo y le arrebató el chupete de caramelo que llevaba.

Al unísono se elevaron el llanto de la niña y el consabido…

- ¡Agustinito, ven!

Lo que exasperó las iras de un abuelo que, encarándose con la madre, le espetó:


- ¡Señora! ¡Si su hijo es un salvaje, amárrelo o póngale un bozal!

¿Qué carencias afectivas podía tener aquella criatura para actuar así?

Por la vestimenta y el calzado de ambos, eran de una familia desahogada económicamente, al menos eso parecía. Por su forma de hablar, la señora debía tener una cultura media o algo más. Por su tono de voz, resultaba un poquito pedante, sin exageración, como quien se siente algo superior a los que le rodean. Por su actitud, daba a entender que no estaba acostumbrada a que le recriminaran nada, aunque lo encajaba bien, sin soliviantarse.

¿Qué problema de fondo podía subyacer en aquella familia para que, un ángel apenas descendido, se comportara ya como aprendiz de diablo?

Miguel Ángel G. Yanes
19/09/05


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LA NIÑA QUE TEMÍA A LAS MUÑECAS


Nunca supe de una niña a la que le dieran miedo las muñecas. Sin embargo lo de Laura era algo visceral; ya no diría miedo, sino pánico lo que le producía la cercanía de aquellos seres, para ella totalmente reales. Apenas tenía unos meses de edad cuando... enseñarle la primera muñeca y romper a llorar, todo fue uno. Para más inri, como mandan los cánones, cada vez que cumplía años, por el día de su santo, o bien por Reyes, siempre caía alguna, de la mano de algún pariente o amigo que desconocía su aversión o  no lo recordaba. Ella las apartaba lejos de sí, con un gesto entre el miedo y la rabia, para no volver a tocarlas jamás. Sin embargo amaba a los peluches: desde el primero, un oso blanco y naranja, con un corazón fluorescente en el pecho y un tirador que hacía sonar la canción de cuna de Bramhs, y que le habían regalado sus tíos Braulio e Isabel nada más nacer, pasando por una interminable serie de animales de todo tamaño y color que, a la postre, inundaron su cuarto. ¡Ah! Y a todos les ponía un nombre que no se podía cambiar jamás; como si se los hubiera asignado a través de una especie de bautismo ritual. Así exisitían (mejor diré que existen, porque aún perviven) el oso Amoroso, el burro Tomasito, el conejo Béngoto y un largo etcétera.


Al poco tiempo de comenzar a andar, lo hicieron también los gemelos, y entonces el problema se agravó, pues todas las muñecas que le habían regalado, dormían su olvido en un arcón de mimbre, asequible ya a las inquietas manos de sus primos, a los que Laura temía también, porque aún no hablaban pero gritaban como locos, sobre todo si la perseguían por el pasillo, arrastrando alguna de aquellas muñecas casi tan grandes como ellos. Y no digamos nada, si las malditas muñecas se movían o hablaban.


Había dos de ellas a la que temía sobre todas las demás:

Carlota (he omitido decir qué, aunque las repudiaba, les había puesto nombre) que apretándole un brazo y ofreciéndole la mejilla, daba un beso por succión, a la vez que emitía una frase cariñosa. Y Cristina, a la que, si le tocaban los pendientes decía también algunas palabras. Pero la que, mucho tiempo después le dio el susto de su vida, fue una muñeca enorme, semirígida y vestida de azul, cuyo nombre no consigo recordar, y que yacía boca arriba en el arcón sobre todas las demas, con una chupa entre los labios. Y aunque Laura era incapaz de levantar la tapa de aquel territorio tabú para su infancia, cierto día en que hacíamos limpieza, pudo más la curiosidad que el miedo y, al verla alzada, se acercó con sigilo, se detuvo unos instantes, observó la muñeca con detenimiento y, en un arranque de valor, le quitó la chupa...

Su grito estremeció la casa. Aquella cosa había abierto los ojos de repente y lloraba y pataleaba frente a ella que, impotente, terminó llorando también, sin acertar a introducir la chupa en su lugar para poder callarla.

Imagino que, en sus pesadillas, aquellos seres debían cobrar vida para seguir persiguiéndola, ya sin el apoyo de los niños, lo que acrecentaría aún más, si cabe, sus terrores nocturnos.

Hoy, en plena adolescencia, hemos regalado las últimas muñecas, más por cuestión de espacio que de otra cosa, aunque, si hubiera sido por ella, años ha que las hubiera eliminado de su vida. Pero no hemos podido convencerla para que se desprenda de los peluches, tal vez porque eran ellos quienes, en las profundidades de sus sueños, lograban defenderla.

Miguel Ángel G. Yanes
16-07-03


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LAS CRIATURAS

El verano había alcanzado su culmen y la mañana transcurría con total placidez. Nos tostábamos al sol sobre el antiguo muelle de piedra, ociosos, relajados, disfrutando a tope, entre chapuzón y chapuzón, de aquel día de asueto.


Haciendo pantalla con las manos, miraba hacia un lejano grupo de nubes de caprichosas formas cuando observé que un pequeño remolino las agitaba desgajándolas y, de repente, me pareció que dos cuerpos caían a la mar, pero luego no pude distinguirlos.


"Un extraño efecto de las nubes", pensé.

Sin embargo, al cabo de un rato, estando de pie en la punta del muelle descubrí, a cierta distancia, dos blancas criaturas que, luchando contra las olas, parecían pedir ayuda agitando los brazos con desesperación, pero sin emitir sonido alguno.

Sin dudarlo un instante, me tiré al agua y logré sacar a la que estaba más cerca, con gran asombro por mi parte al comprobar lo liviana que era, mientras que mis amigos, al percatarse, rescataban también a la otra.


¡No se estaban ahogando! ¡Se disolvían al contacto del agua!


Eran una mujer y un adolescente. Sus cuerpos de un blanco impoluto carecían por completo de vestiduras. Llamaban poderosamente la atención sus cráneos desprovistos de cabellos, rematados por una especie de corona de ocho puntas con la misma textura que el resto del cuerpo (me recordó la imagen detenida de una gota al golpear sobre una superficie de su mismo elemento)



Los rasgos eran de una perfección exquisita: los ojos, rasgados, enigmáticos, parecían oscuras gemas, la nariz diminuta, delicada en sus formas, los labios, finos y perfilados, blancos también como el resto del cuerpo. El tacto de su piel era bastante extraño; se me antojó a mitad de camino entre la cera y la leche condensada. A ambos se les habían diluido parcialmente las formas desde el pecho a los pies, aunque a ella en menor medida que al muchacho, lo que permitía atisbar aún la armoniosa hermosura de su silueta.
Nunca antes había contemplado criaturas tan bellas y delicadas.


De pronto advertí que no sólo el agua, sino que también el contacto de los rayos del sol los derretía, por lo qué optamos por trasladarlos al interior del cobertizo donde los pescadores guardaban sus redes, depositándolos con sumo cuidado sobre ellas.


Expliqué, ante el asombro general, que los había visto caer de entre las nubes.

- ¿Serán criaturas del aire? Comentó alguien.

- Imposible. La consistencia de sus cuerpos indica que provienen de un universo físico.

Entonces, acercándome a su rostro, le pregunté:

- ¿Quiénes sois?...

- ¿De dónde venís?...

- ¿Cómo habéis llegado aquí?...


Muchas veces hacemos las cosas obedeciendo a un impulso inconsciente. Era lógico pensar que no entendería nuestro lenguaje pero, ante mi asombro, me tomó de la mano y mirándome fijamente a los ojos, sin mediar palabras, me comunicó de alguna forma qué, aún a sabiendas de que perderían la vida, habían decidido, por voluntad propia, acceder a este plano de la realidad.



- ¿Por qué lo habéis hecho?

- Nuestro mayor deseo era conocer la luminosidad de vuestro mundo.

En ese instante su mano quedó fláccida sobre la mía y su postrer mirada me hizo gritar:


- ¡Dios mío! ¡Son seres de un mundo sin luz!

Miguel Ángel G. Yanes
02/04/03