EL GRAN AÑO SOLAR (POEMAS)

Mientras los europeos del siglo XVI aún se regían por el calendario juliano, que fijaba la duración del año solar en 365,25 días, los mayas, utilizando un calendario cíclico que se repetía cada 52 años, formado por tres diferentes cuentas de tiempo: sagrada, civil y larga, que transcurrían simultáneamente, consiguieron calcularlo con mayor exactitud. Lograron esos impresionantes cómputos, gracias a un sistema posicional (cada símbolo tiene un valor diferente según la posición que ocupe) y a la utilización del concepto del cero. Una vez definida la duración exacta del año solar (períplo total de nuestro planeta alrededor de su estrella), se propusieron calcular también la duración del ciclo completo del sol, en su movimiento a través de las constelaciones zodiacales.


El sol, que se mueve alrededor de las constelaciones en sentido inverso a nuestra apreciación desde el planeta, tarda, según sus cálculos, unos 25920 años en recorrer toda la banda zodiacal, lo que se conoce como Año Galáctico o Gran Año; mientras que el desplazamiento de una constelación a otra se denomina Era Zodiacal.  Pues bien, los mayas calcularon el momento en el que el sol debió alinearse con el centro de la galaxia, haciéndolo coincidir con el día del solsticio de invierno (21 de diciembre, según su calendario) que fue tomado como punto inicial. 

La mayoría de los astrómos actuales creen que, en el centro de nuestra galaxia, ha de existir un masivo agujero negro, millones de veces superior al tamaño del sol. Ahí es donde confluyen ciencia y mitología, porque para los antiguos mayas, la Vía Láctea representó a la Gran Madre Cósmica de donde nació la Vida; y percibieron su gran protuberancia central como el Útero Cósmico. Dentro de esa protuberancia central se encuentra lo que parece un corredor oscuro, conocido como la grieta oscura (dark rift). Los mayas ya sabían de su existencia y la denominaban “el paso del nacimiento”.


Ese famoso dato de la cultura maya:

¡¡¡21 de diciembre de 2012!!!

no es, ni más ni menos, que el momento en que nuestra estrella se alineará de nuevo con el centro de la Vía Láctea, finalizando así su periplo de 25920 años, para "dar a luz" a un nuevo Año Galáctico o Gran Año Solar.

*********************

Amigos: Hace casi 30 años escribí, sobre los famosos signos del zodiaco de Johfra, este poemario que, salvo en una ocasión (1988, en que lo presenté al Premio Juan Bernier de Poesía, convocado por el Ateneo Casablanca de la ciudad de Córdoba) ha permanecido en un oscuro olvido de gavetas.

Pero ahora que nos acercamos al final del ciclo; ése que predijeron con tanta precisión los mayas, creo conveniente "devolverlo a la luz":


ANUARIO


Helios ha culminado su ronda zodiacal.
Sobre la infinitud, su periplo es exacto.
Veinticinco mil novecientos veinte giros
de la Tierra atestiguan
otro latido más del Universo.

*

ACUARIO



La sonrisa del sol puebla el azul
-terciopelo distante del espacio-
y dorada se eleva entre horizontes
tímidos y lejanos que se observan,
recelosos tal vez, sin sospechar
que hay un círculo mágico que une
las lejanas distancias del planeta.

Ganímedes, el hermoso aguador
que Júpiter raptara, convertido
en copero celeste de los dioses,
se dispone a escanciar el agua viva.
La boca de su cántara derrama
un torrente azulado sobre aquéllos,
y a través de sus manos, ya cascada,
desciende sobre el mundo e ilumina
los resecos senderos, habitados
por las sombras sin vida de la vida.

Un caminante fina su jornada;
cruza el umbral secreto de la muerte
y asciende hacia la Luz que, solitaria,
parpadea en la cima. La montaña
se estremece de nuevo ante sus pasos.

Siete nenúfares abren sus corolas
en un gesto amistoso y obsecuente,
a medida que el río de agua pura
que el espíritu viene remontando,
se acerca al claro origen, sin orillas,
de un vientre consagrado. No hay más puerta
que el amor fraternal para el humano.

Los deseos palpitan en el aire.

*

CAPRICORNIO



Altas cumbres de piedra gris, tallada
por el viento del norte con sus labios
-sal antigua y lamentos del olvido-
atalaya admirable que domina
la belleza lejana de los valles;
cúspide roca a roca escalada,
salto a salto, por la cabra marina:
doble naturaleza, conjunción
de los mundos opuestos en un cuerpo
híbrido de mar y cordillera.

Coronada la cima, sus pezuñas
se aferran a la piedra, se le adhieren
y permanece inamovible, estática,
contemplado asombrada la sublime
y privilegiada visión de su atalaya.

Caen los granos de arena velozmente
por la frágil columna de cristal.
Enmarcado en su gruta, con la piel
adherida a los huesos y una calma
secreta en sus risueños ojos,
un anciano desnudo se entretiene
en regresarlos al lugar del que escapan.

La eternidad ha de ser, de la arena
algún grano rebelde que se atora
y que el tiempo no puede, con sus delgadas,
esqueléticas manos, atraparlo y jugar.

Una tribu de niños va bajando
por las duras aristas. Asemejan
funerario cortejo sin cadáver.
Serios, compungidos, taciturnos,
atraviesan el llano con premura
sobre sus diminutos cocodrilos.

A la inversa, un adulto se acerca;
clama al cielo y responde el silencio
convertido en destello. Sus pies pisan,
descalzos, una serpiente roja.

Huye la luz. Queda un espejo negro
tachonado de estrellas, y el perfil
de la cabra marina formando parte ahora
de la sierra, que eleva sus agudos
picachos a medida que avanzan
con lentitud, las sombras, sin luna,
por la espalda helada del invierno.

La tierra se estremece. Calla. Sueña.

*

SAGITARIO


Verde y húmedo templo de la vida,
la tierra palpitante que renace.
Muerden con suavidad sus dientes
luminosos los bordes de la noche.

La aurora, con su dulce caricia,
va despertando a todos los que duermen.
Un temblor placentero desvanece
las sombras adheridas a las hojas;
los árboles se agitan somnolientos.
Las montañas se doblan blandamente
bajo el peso del sol, y se arrebolan,
tímidas aún, ante sus besos.

Una multitud de ninfas bulle
en el denso follaje, confundidas
sus formas, delicadas y tenues,
con aquéllas del reino vegetal
que alimentan y cuidan con ternura.

Huyen presurosas ante los pasos
lentos del caminante. Mas observan,
sin ser vistas, su largo recorrido.
El golpeteo suave del cayado
se hunde en la tierra esponjosa.
Una mano se aferra insistente
a sus nudos; va buscando la Paz.

Reposa el Unicornio en la hierba
húmeda de rocío y se tiñe
su costado tras el primer galope
que su blanca figura dibujara
sobre el nuevo horizonte de la aurora.

Azul claro y violeta, en los bordes
celestes se forma una espiral
de silfos, entregados a una danza
ascendente: ritualísticos giros
que permiten asomar por el centro,
nítido de turquesa y amatista,
al Señor de los dioses, recostado
en su trono de energía vital.

El fuego hace corona de rayos
en su frente. Posada a su derecha
el águila real peina sus plumas
con la curva brillante de su pico.

Sobre la meseta -ingente
multitud de trolls adormecidos-
el centauro Quirón tensa su arco.
El rayo de Júpiter incendia
la punta de su flecha, destinada
a clavarse en estrellas distantes.

Mitad hombre y caballo, los instintos
primarios y la fuerza oponente
entrechocan sus armas. Depende
de esta lucha la certeza del tiro,
el destino final de la llama
que atraviese los espacios celestes.

Tiembla, azul, el corazón del fuego.

*

ESCORPION

Rojo arácnido, terco y sigiloso,
culpable en gran medida del incendio
que azotara los cielos al hacer
que los raudos caballos, enganchados
al gran carro del Sol, se desbocaran
cuando la mano suave e inexperta
del joven Faetón los manejaba.
Júpiter enfadado reprendió
su terrible osadía con un rayo.

Gira un dodecaedro entre sus pinzas;
su reflejo, diluido en el sueño
de la antigua corriente subterránea,
se transmite hasta el álveo y en su seno
se transforma en imagen del olvido.

Su aguijón se levanta intransigente
al final de la cola, convertida
en letal conveniencia de la especie.

Un águila real, desde la altura
que el poder de sus alas le permite,
aguza la mirada y se dispone
a lanzarse en picado hacia su presa.

Una oscura saeta se dispara;
un silbido de plumas hiende el aire
denso y gris del otoño, y arrebata
en su vuelo fugaz a la criatura
que también perseguía su sustento.

San Jorge y el Dragón están luchando;
sus espadas se cruzan en el viento
de la tarde que tiembla entre destellos:
la de acero en la mano enguantelada,
la de fuego en las fauces de la Bestia.

Un rugido de muerte fina el duelo.
El pecho del Dragón, en dos mitades
por un golpe certero dividido,
ha dejado escapar azufre y sangre,
una inquieta corriente que se ensancha,
anegando el crepúsculo y el alba
que en su centro palpita, presintiendo
un futuro dorado para el hombre.

Se ha bañado en su cauce el universo.
Renovado despierta, y el conjuro
de la nueva palabra lo alimenta.

El yogui y el camino están unidos
por un loto de pétalos eternos.
La montaña sagrada tiene forma
de inmenso laberinto donde tiende
la luz a refugiarse, perseguida
por las sombras que pueblan las esquinas.

Hay un niño que juega con la muerte
sin saber que es su cuerpo el que sustenta
la guadaña y el manto desgarrado.
A las cuencas vacías le sonríe
y parece decir: “Volveré siempre,
aunque siempre te encuentre, muerte amiga”

Una serpiente azul repite el acto
de jugar con el cráneo intrascendente.
En la gruta prohibida brilla un cáliz:
una llama perenne lo ilumina.

La luz traspasa el agua sin herirla.

*

LIBRA


Blanco y negro, bien y mal, sombra y luz;
el ajedrez se extiende hasta perderse
en la niebla grisácea del trasfondo.

Dos esfinges juegan con una rosa.
Blanco y negro, sus cuerpos permanecen
estáticos al borde del tablero.
Sus miradas escrutan lentamente
un posible resquicio en la defensa.
A cada movimiento palidece
una tierna azucena equidistante
de los ángulos rectos de la mesa,
donde puso el destino, blanco y negro,
sus colores al campo de batalla.

Armoniosa espiral de azul y rosa,
vértigo para el alma, se dispara
en sentido ascendente en pos del cielo.
De su centro, súbito torbellino,
unas manos se elevan. Brota el fuego
terrible de los Dioses y desciende,
a las abierta palmas, una llama,
como pie natural de la balanza
destinada al pesaje de las almas.

A estas alturas, la niebla ya no es gris;
un blanco evanescente de blandura
flota sobre la eterna inmensidad.

La sílaba sagrada hiende el albo
y los opuestos platos se dibujan,
dorados y temibles, bajo el sol
que besando a la luna comparece.
Rojo, el fiel marcará indiferente
el premio o el castigo. La pluma,
temblorosa, sirve de contrapeso.

Los Dioses, a ambos lados, aguardan
la llegada de los que traspusieron
las lindes de la vida al pisar
la última cuadrícula del juego.

A la izquierda, con cabeza de ibis,
alas de halcón y mágico tocado,
abrazadas dos cobras a su cuerpo,
maestro de los hombres, está Thot.
En la mano derecha lleva el Ankh;
señala la balanza con la izquierda.

Frente a él, la hermosura de la más bella
diosa, reaparece sin velo.
Una túnica tenue, amarilla
y sedosa, adivina sus pechos,
túrgidos y enervantes, de doncella
prohibida a deseos humanos.

Lleva en la mano izquierda el símbolo
sagrado: la llave del misterio.
La diestra está vacía. La balanza
oscila lentamente…alguien llega.

Está tan quieto el aire como el hielo.

*
VIRGO


Entre Anubis y el Ibis, en un cerro
de papiros antiguos y elementos
de la alquimia egipciaca, se aposentan
los delicados pies de la Señora.
Es la virgen alada del misterio.

Una túnica verde le resbala
por los hombros de nácar, y el silencio
de los pliegues descubre su hermosura
sobre un fondo de tierra desflorada.
Brotan desnudos sus pechos inmortales.

Una espiga de oro apunta al cielo
en su mano derecha, y en la izquierda,
una llama sagrada brilla envuelta
en un óvalo claro, transparente
cual delicada carne de cristal.

Sus cabellos se peinan en el viento
de la tarde otoñal que se presiente,
y las flores: azules, blancas, lilas,
en su frente se posan y allí trenzan
su diadema de amor para la Reina.
Un lucero refulge sobre ella.

En las esquinas quedan los arcanos
símbolos de la vida, engalanados
por dos pares de alas semiabiertas:
hombre, toro, águila y león,
asomados al cuerpo de la Madre
desde los cuatro puntos cardinales.

Dos serpientes se miran y no entienden
el porqué de su exacta semejanza;
el espejo jamás dirá el secreto.
Maat pesa una pluma, roja y triste,
en la vieja balanza de los muertos.

Mercurio, con aladas sandalias,
se pierde en el espacio y con sus manos
hace girar galaxias y galaxias,
corrige trayectorias y adivina
los deseos del Padre de los Dioses.

Entre las dos columnas –blanca y negra-
de su templo celeste triangulado,
frente a la escalinata interminable
que comienza en los mundos más lejanos,
con los brazos cruzados sobre el pecho,
el Profundo contempla el Universo.

De la tierra brotamos rumbo al cielo.

*

LEO


Baja el río del sol serpenteando
las doradas colinas del estío.
Un castillo vigila, casi ausente,
el camino de luz que se entretiene
en los suaves meandros. Y una iglesia,
custodiada por dos cipreses blancos,
se baña con rubor en sus orillas.

A la izquierda flotan las siete esferas
de un naranjo silvestre que ha sabido
resguardarlas del cierzo con esmero,
y un girasol gigante que se empeña
en su historia de giros incompletos.

La Musa se despierta y tañe el arpa,
rozando con sus senos el cristal
de las mágicas cuerdas, y se escapa
un pájaro de fuego de sus notas;
vuela hasta el horizonte y se detiene
por no hallar una rama en que posarse.
Vertiginosamente cae del cielo,
y el silencio atrapa su osadía.

Un arbusto raquítico se aferra
a la margen derecha. Tiene sed,
una sed milenaria que se arrastra
indefectiblemente por la sal
donde van sus raíces a nutrirse.
En su seno hay un niño no nacido.

La fiera y el hombre están luchando
en el centro del mundo. Se disputan
el heráldico trono y la corona,
de oro y azabache, que los pueda
convertir en Señores por la fuerza.
Un abrazo los une: el de la muerte.

El que logre ceñirse la Radiata
será el nuevo felino de los cielos
por un plazo terrible que, los tiempos,
alimentan con lúbrico esplendor.

Entre nubes se alza, majestuosa,
la figura imponente del León.
Es Nemeo, con el dedo sangrante
de Hércules, aún entre las fauces.
Su rugido requiebra el universo.
De sus áureas melenas se derrama
la cascada sin cauce del poder.

En su pecho está el Sol y por sus venas
corre sangre real, sangre sin sueños
que le eleven más alto, pues no hay rango
superior al que ostenta en ese instante.
Pero a escondidas llora cuando el peso
de la corona aprieta el solitario
y frágil loto azul del corazón.

En la carne del árbol brilla el fuego.

*

CÁNCER


En el mar ambarino de los sueños,
detrás del verde-azul espejo, roto
por un golpe de párpados caídos,
criaturas acuáticas florecen
con mórbida lentitud, embelesadas.

Mundo extremo, sin ruido, de las aguas
detenidas en valles de nostalgia
que las algas recubren, y en montañas
que tapizan de rojo los corales
en su empeño por darles el olvido
de las nubes que añoran bajo el mar.

Carrusel de colores se desata
en excelso cortejo tras las bellas
y hermosísimas hijas de Neptuno
que del palacio escapan en la tibia
e intrépida corriente que los lleva
a la encantada gruta del amor.

Las gardenias marinas se desprenden
de sus tallos oníricos y van
a formar hermosísimos collares
sobre escamas de plata y de cristal.

Las estrellas y ofiuras parpadean.
Las anémonas peinan sus pestañas
de larguísima curva, donde quedan
adheridos los tonos que no llegan
a la oquedad profunda de sus ojos.

Las medusas pasen sus umbelas,
transparentes, convexas, enigmáticas,
con ondulantes pasos de ballet.

El cangrejo ermitaño, sobre un cofre
-vestigio de un naufragio de rutinas-
hacia la Luna eleva sus dos pinzas
y sin sonidos gime. Brota un nombre
de su silencio hueco y toma forma:
se convierte en Allul, mítico ser
de un origen remoto y olvidado.

La marea desciende y queda el fondo
marino al descubierto. Las tortugas
se afanan en la orilla, enterrando
bajo la arena el fruto y el futuro
de la raza ancestral que representan.
Con lentitud retornan a la mar
arrastrando el pasado, detenido
en las placas antiguas de sus espalda.

Por la plaza dormida, entre cayados
y matutinas huellas de gaviota,
el negro escarabajo se pasea
desconsolado y triste, solitario.
El cangrejo lo advierte y le regala
una perla que arrastra por la noche:
un pedazo de luna en el estero.

El Ángel surca la cúpula nocturna
con su aljaba de dardos nominales.
Sin posarse dispara y nunca yerra
el tiro enamorado. Es el arquero
de la Gran Voluntad que nos reclama.

El cangrejo lunar vuelve a las aguas
con la flecha clavada entre sus alas
-sueño falaz de plumas de crustáceo-
y en su pecho, rasgado por la punta
de un acero templado por los dioses,
florece una esperanza azul y grana
que tiñe el horizonte: la alborada.

En el mar de la ausencia tiembla el cielo.

*

GÉMINIS


Dos columnas se elevan a los cielos;
a la izquierda la oscura, soporte
de la luna. El sol, a la derecha,
se apoya en la más clara. Abrazan
ambos fustes dos poderosas colas.

Un ángel cambia, constantemente,
el agua de las copas. En el pecho
lleva el sello divino: un triángulo,
cuyo vértice superior apunta
a la fuente sublime del amor
que en un cósmico mar fulge y palpita.

Frente a él, un apuesto doncel
con un hatillo al hombro y una pluma
sobre el gorro de fieltro, sonriente,
sin agudas espinas de pasión,
una rosa de fuego entre las manos lleva.

Guardando las esquinas inferiores,
echados en la rojiza tierra,
absortos, unicornio y león,
contemplan un mandala equidistante
de sus propias miradas. Sobre él
un simio estudia la forma del planeta.

Una nube dorada se divide
en dos partes. Sirve luego de apoyo
a dos cuerpos desnudos. Entre ellos,
mágico, se eleva el Caduceo,
atributo de Hermes, símbolo
de la unión y la fertilidad.

A un lado queda, pues, lo masculino:
activo y positivo. Al otro
lo femenino, negativo y pasivo.
Ambos tocan la insignia con sus manos.
Los opuestos, en forma de serpientes,
se entrelazan y ascienden, fundidos
en el mágico abrazo del retorno.

El águila bicéfala corona,
con sus enormes alas desplegadas,
el espacio superior, inmediato
a un nudo gordiano de dragones.
En la llama perpetua de sus bocas,
el hombre y la mujer quedan unidos
en el ser primordial de su principio.

Hiende el aire la fórmula de un beso.

*
TAURO


El amorcillo vuela entre las rosas
con el carcaj vacío, y en su mano
diminuta de niño, el arco distendido.
Lleva blancas palomas amarradas
por un fino cordel de seda pura,
pero siguen su vuelo sin sentirse
prisioneras de Amor en modo alguno.

Tres cipreses se elevan verso a verso
trepando hacia el azul de las alturas.
Hay un río que besa la pradera
y una diosa sentada entre las jaras.

Duerme el guerrero exhausto en el escudo;
bajo el vientre, de plano está la espada,
y el yelmo apoyado en una roca
del remoto paisaje de los sueños.
Dos gnomos hacen de él un gran juguete
que les sirve de gruta y de velero
según soplen los vientos de sus juegos.

Ataviado, el blanquecino toro,
con un collar de rosas, va ostentando
por la verde campiña la belleza
poderosa y serena de su estampa.
En sus lomos va Europa acomodada.

El delicado tul en que se envuelve,
a la piel adherido por el viento,
deja ver el conjunto de los suaves
y secretos rincones de su cuerpo.

Ceñido a la esbeltez del talle lleva
un cinturón de pétalos rosáceos,
imitando el collar del toro blanco,
que no es otro que Zeus disfrazado
para llevar a cabo el gran anhelo
de enamorarla y ser su fiel esclavo.
Una roja guirnalda de capullos
le adormece la extensa cabellera.

En su mano refulge la linterna
que atraviesa la piedra y transparenta
las miradas aviesas y procaces,
los oscuros deseos y los viejos
y terribles rencores de los hombres.

De las cuernas doradas del astado
un reflejo de luz potente escapa;
llega a la soledad del firmamento
y desgarra la piel oscura y seca
la punzante cornada de sus rayos.

De luz azul la tierra se alimenta.

*
ARIES


Ino quiere sacrificar, por celos,
a Frixo y a su hermana, pero Zeus
en el último instante les envía
un carnero de oro, a cuyos lomos,
escapan de su suerte. No obstante,
Hele, la niña, mareada, cae.
Frixo logra salvarse. Sacrifica
el carnero, y el vellón es colgado
de un árbol en el bosque de Ares.

Áspero paisaje, letanía
de agujas humeantes que se alzan
hacia un cielo sangrante de tristeza.

Un guerrero corre despavorido.
Roja, la llama de su mano,
va alumbrando los campos de batalla:
muerte y ruinas bajo un sol escarlata.

Todo aparece sucio, roto, inerte,
empapada la tierra por la sangre
de los que han superado la tragedia.

Por entre los cascotes vaga aturdida
una mujer. Sus ojos han perdido
la luz, y toca con sus delgadas manos
el silencio en que la muerte flota.

Oficia un sacerdote un antiguo ritual.
Sus manos, abiertas, elevadas
a las alturas, imploran clemencia
en un gesto de desesperación.
La espada sigue en alto. Brilla y oscila.

Atraviesa el carnero el campo
de batalla, corre ciego hacia el mar;
huye presa del pánico, consigue
saltar obstáculos inimaginables.
Busca la ola azul que ahogue
el feroz desespero de su carne.

Fuego rojo la sangre de la vida.

*
PISCIS


En un rojo coral enaltecido
por orfebres marinos y escultores
-trono de pedrería atemperada-
el Señor de los Mares se dispone
a dictar sus acuáticas medidas.

Él imparte las leyes a las aguas
y a toda forma que habita en el silencio
del mundo submarino. De su boca
jamás brotó un sonido regurgente.

Las algas lo saludan sacudiendo
sus cuerpos a intervalos. Él sonríe,
corresponde al saludo con un gesto
apenas perceptible, apenas gesto.
Todo es suave temblor bajo las aguas.

Bajo un pliegue del manto que recubre
la mitad de su cuerpo, asoma el cetro,
la fisga de tres dientes, el emblema
del dios de los océanos: santuarios
donde brotó la vida del planeta.

Sus cabellos, que a la aurora peinaron
las Nereidas con cepillos de nácar
y un cantar, flotan deshilachados
entre verdes y azules que intercambian
presurosos destellos. Un delfín
roza tímidamente las fúlgidas
guirnaldas: turquesas, amatistas,
topacios y zafiros, engarzados
a la belleza del bosque de coral.

Neptuno lo presiente a sus espaldas
y recorre su piel un sentimiento
de unidad primordial y de aquiescencia.

En su regazo están, enamorados,
Venus azul y púrpura Cupido;
transformados en peces por temor
al gigante Tifón, de cuyas iras
escaparon echándose a las aguas
presurosas de un río, que buscaba
el contacto salobre de la mar.
Hay un hilo de plata que los une.

La luna está besando el horizonte.
La impecable factura irracional
de su sueño aparente se disuelve.
La marea pugna por rebelarse
pero no lo consigue. Hay otro hilo
de plata que los une y no permite
romper el equilibrio de los dioses,
creado, cuando el tiempo era apenas
una mota de polvo inoperante
en el cósmico mar de las esferas.

Acuática metáfora de un verso.

*


Aquí fina el Gran Año de las doce estaciones.
Cerrad la puerta.
El Tiempo va a cambiar su máscara arrugada
por otra tersa y suave con facciones de niño.
Abrid la puerta.


¡El Tiempo ha muerto!
¡Viva el Tiempo!

Miguel Ángel G. Yanes
septiembre - 1983

1 comentario:

  1. ¡Excelente entrada! La imágenes están perfectamente elegidas. La estética tan cuidada.
    Es impecable.
    Otro abrazo.

    ResponderEliminar