5/2/14

ISAAC DE VEGA Y ANAGA

Al parecer, la Parca ha llegado este año con la hoja de su guadaña sumamente afilada. En estas primeras semanas de 2014, con un simple movimiento ha segado la vida de un importante grupo de personajes: Manu Leguineche, Claudio Abbado, Pete Seeger, Félix Grande, Carlos París... y ahora Isaac de Vega.

 Isaac de Vega

No voy a decir nada que los canarios no sepamos ya sobre la figura de este singular escritor, Premio Canarias de Literatura en 1988, ni de su famosa novela Fetasa, ni de los fetasianos, grupo literario que se gestó a su alrededor allá por los años 60, y que aparte de a Isaac de Vega, englobaba a Rafael Arozarena, Antonio Bermejo y José Antonio Padrón, figuras indiscutibles de nuestra literatura.

Pero sí quiero contar que fue una pequeña obra suya, "Conjuro en Ijuana", regalo de mi estimado amigo Fermín Higuera, la que me abrió el universo mágico de Anaga y me arrastró durante años (cuando lumbalgia y ciática -dos amigas incondicionales que ahora tengo- aún no me conocían) por los hermosos pagos de aquella cordillera.

Siempre solo, con mi pequeño macuto a la espalda y una vara de monte en que apoyarme, me adentraba, en cuanto disponía de algunos días de asueto laboral, por cresterías y barrancos, buscando las antiguas veredas perdidas ya porque, al no transitarse como antaño, la vegetación las va envolviendo con la verde insistencia del olvido; tanto es así que, en  alguna ocasión, a punto estuve de despeñarme al dirigirme, sin saberlo, hacia alguna de las fugas que jalonan aquella abrupta costa . Como cierto día en el que, trepando por la ladera que se halla tras el pequeño refugio pesquero de Antequera, atravesé el hueco que separa ambos barrancos y, con gran peligro para mi integridad física ante el vértigo de la derriscadera, avancé sobre ella como pude, viendo como se desmoronaba hacia el lejano mar, y me interné en Ijuana.


Bajé como las cabras, saltando por las peñas, porque no hallé camino; y no sé si fue mayor mi asombro o el suyo al vislumbrarme: un individuo que, cañas al hombro, subía desde la pedregosa playa abierta en la desembocadura del barranco. No se podía creer que hubiera bajado por dónde lo hice, y mucho menos que hubiera atravesado el agujero de la derriscadera.

- ¡Madre del cielo! -dijo- !Un ángel te protege! 

Por aquel entonces, yo ya sabía muy bien que quien me protegía era un daemon, pero me abstuve de comentario alguno.


Lo acompañé hasta un cobertizo donde guardó las cañas (la pesca no había sido nada fructífera) y sentados al amparo de aquella solitaria construcción, Chus Ramón y yo, bebimos... agua, porque no había otra cosa, y charlamos largo y tendido. Me habló del Balayo, de Tachero, de Roque Bermejo... lugares que, en aquella época, yo aún desconocía, y que, con los años, iría descubriendo paso a paso.

A golpe del mediodía recogió sus escasos bártulos para regresar a Igueste de San Andrés, donde vivía, y decidí acompañarle. 

Ascendiendo por el cauce del barranco, pasamos al pie de un gran muro de piedra seca que conforma un bancal enorme, lo que me llevó a confirmar que, tal y como relata Isaac en "Conjuro en Ijuana", esta abrupta zona debió estar habitada en épocas pasadas.

Subiendo y bajando laderas cruzamos de un barranco a otro hasta alcanzar los altos que separan los de Zápata e Igueste, y desde allí descendimos por su zigzagueante vereda.


En uno de los pocos bares de la localidad (no sé si había tres) al que llegamos deshechos y deshidratados tras la penosa caminata a pleno sol, conocí a otros dos personajes: Roberto, un peninsular ya entrado en años que se había afincado allí  tiempo atrás y que poseía una pequeña casita (a la derecha en la siguiente fotografía) demasiado cerca del mar para mi gusto, e Isaac de Vega, con quién Chus Ramón mantenía muy buena amistad. Ésa fue la única vez que nos vimos y de la que guardo un recuerdo imborrable.

Roberto me preguntó si yo era del pueblo, y le contesté que no, que era de Santa Cruz; ante lo que, Isaac se apresuró a explicarme que sí, que yo era del pueblo, porque ellos, habitantes de aquel "cul de sac"* de la costa anaguense, seguían llamando así a la distante ciudad: "el pueblo". Me explicó también que el verdadero nombre de aquel caserío, hoy barrio capitalino, era Igueste de Puertecillo. Y me contó que, aunque vivía en La Laguna, en cuanto podía venía a refugiarse a este rincón mágico de Anaga. A pescar y a soñar.

Coincidí totalmente con él en su apreciación de que lo más hermoso, y tal vez lo más puro, que le restaba a la isla de Tenerife, era aquel reducto de bosque de laurisilva que recubría Anaga; sus impresionantes barrancos, el marco incomparable de sus costas y sus vistas espectaculares. Pero, sobre todo (y para eso es necesario patearla) sentir la sacudida de la energía telúrica, que te sube por las plantas de los pies y recarga  invisibles baterías.


(*) Fondo de saco (carretera sin salida)

Miguel Ángel G. Yanes

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