25/10/12

EL ENEMIGO

A pesar del calor y del estridente sonido de las cigarras, el sopor de la digestión aún hacía posible una pequeña siesta, antes de que volvieran a llamarnos para las típicas tonterías de a diario.

Con la ropa de faena, las trinchas ajustadas y las botas embutidas pero colgando por los pies de la cama para no mancharla, yacíamos tumbados boca arriba; somnolientos unos, roncando otros o leyendo alguna revista o libro, como era mi caso.


Cuando, acallando de golpe el monótono concierto de cigarras, sonó una alarma potentísima que nos dejó a todos fuera de juego, sin saber qué hacer. Nunca la habíamos oído con anterioridad ni entendíamos lo que podía significar, hasta que, de repente, el teniente C, bajito, moreno, ya bastante mayor, entró a la carrera con los brazos en alto, visiblemente excitado, gritando:

- ¡A las armas! ¡a las armas!... ¡que nos ataca el enemigo!

Aquello fue un pandemonium terrible: corriendo, saltando, chocando unos con otros, intentando, con desesperación abrir los candados y retirar las cadenas para sacar los fusiles del armero. Labios temblorosos, ojos de pánico, llorosos algunos, preguntas, gritos... ¡la munición! ¡la munición! Pero yo seguía acostado boca arriba, incapaz de levantarme (no por miedo, no); me había dado un repentino ataque de risa y no me podía contener. Las lágrimas me rodaban por el rostro y un profundo hipar hizo presa en mí, impidiéndome incorporarme. Me parecío estar en medio de una película surrealista, donde mi cerebro no atinaba a dar las órdenes oportunas para que mi cuerpo pudiera reaccionar.

De pronto la alarma dejó de sonar. Un tenso silencio detuvo el trasiego de la tropa, que dirigió la mirada, como si de un solo hombre se tratase, hacia el teniente C que, en la puerta de la compañía, seguía con los brazos en alto.

Entonces sonó la megafonía del cuartel:

- ¡Falsa alarma! !falsa alarma! Regresen a sus actividades. Sigan las instrucciones de sus mandos.

Un profundo suspiro rompió la tensión acumulada y todos volvieron a dejar las armas y los cartuchos en su sitio. Todos menos yo, que seguía partido de la risa en mi litera. Afortunadamente, con tremendo rebumbio, el teniente no había reparado en mí.

Luego nos enteramos de que había sido un novato que, aburrido como una ostra en su primera guardia,  había desenroscado un piloto (que por lo visto nadie le explicó para que era) en el tablero de control de la garita, disparando la alarma general. Un entrometido, vaya.

Recuperado el ritmo cuartelario, los compañeros que se habían percatado de mi situación, querían saber de qué puñetas me reía, cuando ellos estaban tan asustados.

- ¿De qué iba a ser? De los aspavientos, saltos y gritos del teniente: ¡A las armas! a las armas!... ¡que nos ataca el enemigo! Toda una película cómica. No lo pude remediar: me descojoné de la risa... ¡El enemigo! !el enemigo!... ¿Pero quién coño es el enemigo? Si aquí no quiere entrar nadie, al contrario, lo que queremos es salir: ¡que nos devuelvan nuestra libertad!

Miguel Ángel G. Yanes

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