13/2/11

FIRMIN

Odio las grandes superficies comerciales, ¡sí! las odio a muerte, pero en algunas ocasiones, no me queda más remedio que transigir y acompañar a mi familia a alguna de ellas, bien para hacer la compra del mes, para buscar algún producto en particular o para comprarle algún regalo a alguien. Me marea la música "ambiental", me agobia la cantidad de gente, me pone de los nervios su continuo barullo de hormiguero, me duelen los talones de tanto tiempo en pie, me... bueno, sólo hay una cosa por la que merece la pena tal paliza: ¡los libros! aunque ése no sea su lugar.


Siempre he sido un ratón de biblioteca, de librería, de ferias editoriales, de ocasionales rastros de librero; disfruto ojeándolos, leyendo sus contraportadas, alguna página al azar, los datos de edición, las notas biográficas... y casi siempre, suelo salir con uno entre las manos. Me gustan los libros gruesos, sobre todo novelas, y si alcanzan las mil páginas o más, mejor que mejor; así me duran un buen rato porque, lo reconozco, soy un adicto, un incondicional, un empedernido lector que no quiere renunciar a uno de los pocos vicios que le quedan. Y eso, a pesar del hándicap que para mí supone el uso de las gafas, a las que no termino de acostumbrarme. Pero la presbicia, vengándose por todos los años en que no las precisé, me ha encadenado a ellas sin remedio. "Y no te quejes", me dice el doctor del Arco Aguilar (mi oftalmólogo) "que yo las llevo desde niño".

En mi última excursión forzada a una de esas grandes superficies, mientras ojeaba los libros más vendidos de la temporada, colocados en grandes y gruesas torres, siempre a punto de desmoronarse: "La caída de los gigantes", "Riña de gatos", "El cementerio de Praga", "El tiempo entre costuras"... de pronto reparé en un libro diminuto que alguién había abandonado entre aquellos. Editado por Seix Barral, su autor era un tal Sam Savage y, en la portada, sobre una reseña que indicaba que se habían vendido ya más de un millón de ejemplares en todo el mundo, aparecía una rata ojeando un libro (¿les suena?)


A pesar de ser una novela harto canija: apenas llega a las 220 páginas, no pude resistirme a su atracción y me hice con ella de inmediato. Creo que, instintivamente, me sentí identificado con aquel roedor. Su imagen y la del libro que observaba, estaban dibujadas a carboncillo sobre fondo blanco, mientras que el título: "FIRMIN" destacaba en rojas letras de molde. Curiosamente, siempre suelo escribir con tinta roja, lo que, dicho sea de paso, me ha ocasionado ya algún que otro contratiempo, pero ese detalle de color, aumentó aún más, si cabe, mi interés por aquella obra diminuta.

Es la historia de una rata, narrada por ella misma, y comienza justo en el momento en que su madre, a punto de parir, busca cobijo en el sótano de una vieja librería. Allí da a luz una camada de 13* cachorros, de los cuales, Firmin es el último en nacer, y por ello no alcanza ninguna de las 12 tetas, ya ocupadas por sus hambrientos hermanos, viéndose condenado a la inanición y a la muerte. Por fortuna para él, su madre estaba alcoholizada. Todas las noches, cuando salía a buscar alimento, aprovechaba para lamer botellas de cerveza, de ron, de whisky o de cualquier otro licor, e incluso bebía de los pequeños charcos que a veces se formaban en la parte trasera de los bares, de tal modo que, borracha perdida, llegaba dando tumbos a alimentar a su extensa prole. De inmediato, los efluvios del alcohol la sumían en el más profundo de los sueños, mientras sus crías mamaban con desesperación; pero claro, ingerían alcohol a través de la leche materna, y terminaban cayendo también en aquella profunda somnolencia, lo cual era aprovechado por Firmin para vaciar el contenido de cada una de las tetas. A esas alturas, la leche se había liberado prácticamente del alcohol. Así logró sobrevivir.


El relato de sus memorias va dando cuerpo a una novela exquisita en la que, el amor por los libros y la devoción por su lectura, va definiendo el caracter de Firmin, conformando un universo propio, donde los sueños y la dura realidad van entretejiendo una madeja que termina envolviéndonos sin remedio. Para mí es una obra genial.

(*) El 13, heredado de mi abuelo paterno, se supone que es mi número de la suerte.

Miguel Ángel G. Yanes

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