5/2/11

EL FOULARD

La luz de la tarde se había difuminado más deprisa que de costumbre, empujada por los grises nubarrones que presagiaban la primera tormente del invierno. Oscurecía ya, cuando al pasar frente a la entrada del Jardín Botánico, hallé en sus escaleras un hermoso foulard de seda cuyo dibujo imitaba la manchada piel de los leopardos; bordeado por unos flecos largos y suaves, exhalaba aún un aroma tenue de perfume. Indeciso, lo tuve unos instantes entre las manos, dudando entre si llevármelo o no.



La puerta del recinto con la reja echada, era síntoma inequívoco de que el horario de visitas ya había terminado. Miré a mi alrededor y no distinguí un alma. Por contra, al otro lado de la calle, restaurantes y cafeterías, bullían de gente, y unos pocos camareros, iban y venían, multiplicándose sin cesar, con sus uniformes negros y amarillos, como abejas obreras libando entre las flores, en su afán de servir las vespertinas cenas a una colorida clientela, mayoritariamente extranjera.


Pensé que un objeto bello y delicado como aquel foulard, habría dejado un triste desconsuelo en la mujer que lo perdiera. Tal vez fuera el regalo de una persona amada, un cariñoso presente de algún hijo, un detalle de compañeros de trabajo, o un simple capricho que ella misma se permitiera. De cualquier forma, si se me hubiera perdido a mí, habría vuelto atrás para buscarlo. Claro que, si fue una persona que vino en autocar, en un viaje concertado, no tendría posibilidad de regresar, pero si fue alguién que acudió en coche particular o en el transporte público, ya fuera en guagua, en taxi o en pirata, sí que dispondría de esa posibilidad. No obstante, cabría plantearse también,aparte del valor sentimental, el valor económico del foulard, porque quizá no fuera suficiente como para deshacer el trayecto, y escasas las posibilidades de encontrarlo. A lo mejor su dueña, ni siquiera era consciente de dónde lo perdió. Y en esas disquisiciones estaba inmerso con el pañuelo aún entre las manos, cuando se me ocurrió atarlo al soporte de la señal de tráfico más cercana. Allí lo dejé: bello, nuevo, oloroso... con la esperanza de que su propietaria, al echarlo en falta,  regresara a por él, aunque lo más lógico era que cualquiera, al pasar, se lo llevase.


Han transcurrido las semanas; el invierno llegó con su delirio de lluvia, viento, frío, incluso algo nieve con la que decoró las cumbres de la isla, y el  foulard sigue allí, pero a pesar del nudo que le hice, arrastrado por el peso del agua, resbaló hasta el pie del soporte, y tendido en la acera, deshilachado, desvaído el color,  perdido el apresto, es un simple guiñapo que en nada se parece a aquel precioso foulard que encontré aquella tarde.

Es entonces cuando me percato de las similitudes con la vida misma, y comienzo a hacerme preguntas que nadie responderá jamás.

Miguel Ángel G. Yanes

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