30/3/10

COSAS VEREDES

No salgo de mi asombro, al leer en la prensa que el Sr. Zerolo y sus acólitos, llevan a los tribunales el acuerdo plenario donde se aprobó el derribo del "Mamotreto", "Mamatrato" o "Mamotreta" (como ustedes quieran) con la intención, supongo, de seguir adelante con la obra; llevándole la contraria al sentir popular, sobre todos a los vecinos de San Andrés que están, con ese asunto, que se suben por las paredes.


Suelo frecuentar el antiguo pueblo pesquero, hoy barrio capitalino, con relativa frecuencia, pero cada vez que llegó a la altura del castillo, y el maldito adefesio aquel me oculta la vista de la playa, se me escapa una sarta de improperios y palabrotas que, por más que me empeño, no consigo atajar (los que me conocen lo saben bien).

Cuando por fin consigo desahogarme; intento razonar conmigo mismo, sobre el perjuicio económico que supondría su demolición: en primer lugar para el constructor, que salpicado o no, por esas gruesas gotas que tan de moda están, ha hecho un desembolso económico que necesita recuperar de alguna forma, y en segundo lugar para las arcas muni... bueno, para nuestros desgarrados bolsillos. Y entonces se me ocurre, que a quiénes tendríamos que obligar a sufragar tal gasto, debería ser a los que aprobaron tamaño despropósito, y no a los paganinis de siempre.



De todas formas y sea como sea, la mayoría de los ciudadanos están a favor de su demolición, aunque nos arranquen las últimas hebras de los bolsillos, pero unos pocos, "los hombres grises", siguen estando en contra... en contra de los intereses generales y favor de los suyos... ¡Inadmisible!

Señores: llegados a este punto, ya no me queda nada más por decir, salvo la coletilla de rigor, aquella de que "los pueblos tienen los gobiernos que se merecen".

Miguel Ángel G. Yanes

29/3/10

EL MAMBORETÁ

Hay palabras preciosas, casi mágicas que, cuando las descubres, te impactan de una especial manera y se quedan contigo para siempre. Para mí una de ellas es "mamboretá". La encontré por primera vez en Bestiario de Julio Cortázar y aunque desconocía su significado, el sentido de la frase me hizo ver que se trataba del insecto que nosotros conocemos por santateresita:

"Un mamboretá enorme se plantó de un vuelo en el mantel y Nino fue a buscar una lupa, lo taparon con un vaso ancho y lo hicieron rabiar para que mostrase los colores de las alas.

- Tirá ese bicho –pidió Rema–. Les tengo un asco.

- Es un buen ejemplar –admitió Luis–. Miren como sigue mi mano con los ojos. Es el único insecto que gira la cabeza".


Según consta en el diccionario de la Real Academia Española, mamboretá (voz guaraní utilizada en Uruguay y Argentina) corresponde al nombre genérico de varias especies de insectos carnívoros de la misma familia que la Mantis Religiosa. Se caracterizan por tener el cuerpo muy fino, la cabeza triangular provista de dos grandes ojos compuestos y tres sencillos situados entre ellos, un primer segmento del tórax muy largo y movible, y patas anteriores prensiles dotadas de fuertes espinas que emplean para cazar.


Al leerlo, me vino a la memoria de inmediato, una de las primeras noches en el Centro de Instrucción de Reclutas en Rabasa, Alicante, donde fui a parar en el otoño de 1976, para cumplir el servicio militar que, en aquella época (lo digo para los más jóvenes) era obligatorio. Estábamos ya tumbados en nuestras literas, esperando que de un momento a otro sonara el toque de "silencio" y se apagaran las luces, cuando se armó un alboroto tremendo: un insecto de gran tamaño revoloteaba de un lado a otro de la compañía y una jauría de reclutas en calzoncillos gritaba y saltaba intentando atraparlo en vano. Cuando pasó volando frente a mí, me impresionó hasta tal punto el colorido interno de sus alas, que no supe de qué insecto se trataba; cosa que descubrí con asombro cuando optó por posarse en la carcasa de un tubo fluorescente, lejos de la marea de brazos de sus depredadores. A pesar de que a lo largo de mi vida apenas lo había visto en tres o cuatro ocasiones, nunca pensé que aquel bichejo repulsivo poseyera un colorido tan espectacular.


Por lo visto las mantis adultas son atraídas por la luz ultravioleta a finales del verano y principios del otoño, y su coloración puede ser de tres tipos: verdosa, grisácea o pajiza. Cazan al acecho, manteniendo las patas anteriores plegadas y juntas, por lo que parece que estuvieran rezando. Su rapidez en la acción es tan increíble que sólo se suele ver antes de que agarre al insecto, y luego cuando ya está atrapado entre sus patas. Si se llega a percibir el movimiento es como una acción borrosa, de tan rápido que sucede. Normalmente devoran a sus presas mientras éstas aún luchan por liberarse. El proceso de apareamiento es bastante simple, pero el macho tiene que estar muy atento, para no acabar también en las fauces de la hembra. A la mayoría de las personas les produce cierta repulsión y hasta miedo, a pesar de ser un insecto completamente inofensivo y, sobre todo, beneficioso para la agricultura, dada la gran cantidad de invertebrados de los que se alimenta.


Fíjense... A la vejez estoy empezando a descubrir que, tal vez, después de farero en algún islote solitario, también me habría gustado ser entomólogo.
 
Miguel Ángel G. Yanes

 

24/3/10

DESEMBOCADURA DEL BARRANCO DE SANTOS


Hoy por hoy, que se han acometido una serie de medidas, encaminadas a mejorar el desagüe al mar del barranco de Santos, hay algo que todavía no termina de convencerme. Reconozco que no tengo conocimientos técnicos de nada; ni de ingeniería, ni de arquitectura, ni de... pero soy como el búho del chiste: ¡me fijo, me fijo! Y a base de fijarme y de emplear la lógica, observo algunas cosas que me gustaría comentar públicamente por si acaso sirvieran para algo.


He leído qué lo que limita la capacidad de desahogo del barranco es el antiguo puente de El Cabo. Puede que sea así, pero esa lógica de la que hablaba antes, me dicta que si se hubiera buscado el lecho original, rebajándolo más de lo que se hizo a la hora de revestirlo de hormigón, otro gallo nos cantaría.


Me explico: En la actualidad, la altura del puente con respecto al lecho del barranco ha menguado sensiblemente, a medida que se han ido incorporando sedimentos con el paso del tiempo. Me basta mirarlo para saberlo, porque, años ha, un camión (empleado para efectuar la limpieza) pasaba holgadamente bajo él y ahora es de todo punto imposible.



Pero mucho más grave para mí, es la escasa altura del puente que sirve de soporte a la Avda. Bravo de Murillo (lo mismo ocurre con la Plaza de Europa, Avda. Marítima y Vía de servicio del muelle, bajo las que el barranco está completamente encajonado). Hasta tal punto es exigua su altitud que, tras el último temporal, observé con asombro la ímproba labor de los operarios, trabajando en condiciones claustrofóbicas, con unas máquinas diminutas, pegadas casi al techo, para retirar la ingente cantidad de escombros acumulados, porque las excavadoras normales no cabían en tal sitio. Otro detalle que me asombra, es el hecho de que los pilares enfrenten una cara plana al curso del agua, en lugar de los correspondientes tajamares, para que ésta se abra hacia los lados y no los golpee directamente. Si se fijan en el puente viejo, verán qué el único pilar que lo sustenta, y que resistió perfectamente el embate de la riada (no así sus barandillas que fueron arrancadas de cuajo) tiene forma curva. Algo significará, digo yo.



Entiendo que si se hubiera excavado más el fondo del barranco, el agua del mar volvería a entrar, con la subida de la marea, hasta la base del puente de El Cabo o quizás más arriba, como hacía antaño, recuperando el espacio que ocupaba el desaparecido Charco de la Casona; porque tal vez no sea un disparate devolverle a la desembocadura del barranco su ritmo y su lecho natural... y mantenerlo limpio ¡claro está! A fin de cuentas, la naturaleza es bastante sabia, aunque siempre nos empeñemos en llevarle la contraria.

Miguel Ángel G. Yanes

23/3/10

UXIAR

Cuando a la abuela Melania se le agotaba el flis, tocaba uxiar las moscas con un paño: se oscurecía la casa, entornando las ventanas hasta dejar tan sólo una rendija que filtrara la luz, y hacia ella se espantaban las moscas.



Son palabras, ambas, que no figuran en el diccionario de la Real Academia Española, pero a través de Internet, he logrado cazarlas. La primera todavía es bastante común entre nosotros; muchas personas siguen llamando flis (al parecer proveniente de la marca comercial Flit) al spray matamoscas, aún cuando el envase haya variado tanto con el paso del tiempo. En los años 60 (quiero explicarlo para los que no lo conocieron) el aparato pulverizador consistía en un tubo metálico con un émbolo, como el de las bombas de las bicicletas y, en su extremo, un depósito rellenable, con tapón de rosca y un pequeño difusor por el que salía el insecticida. Nada que ver con el envase actual.



La segunda palabra fue un poco más difícil de localizar. De hecho, ignoraba la forma correcta de escribirla, por lo que fui probando todas las combinaciones posibles; con hache, sin hache, con ese, con ce, con equis... ¡bingo! Allí estaba. La había encontrado: uxiar.



Según pude leer, es palabra alistana (propia de Aliste, en tierras de Zamora) y se utiliza principalmente para espantar las aves de corral, aunque, si aquí se utilizaba para espantar moscas, supongo que se podrá usar para todo tipo de insectos. A saber: mosquitos, tábanos, moscas cojoneras...


 
Con esta antigua técnica, creo yo, que si entre todos cogiéramos el paño idóneo y lo agitáramos al unísono, podríamos deshacernos de esos políticos nefastos que nos han tocado en "suerte".

Les conmino a ustedes a uxiar a tanta mosca, económicamente golosa, que se ha metido en política.

Miguel Ángel G. Yanes

21/3/10

HABRÍA QUE PREGUNTARLE A LOS TOROS

Afortunadamente, para nuestro prestigio como pueblo culto, civilizado y respetuoso con los animales, se tomó, en su momento, la medida de prohibir las corridas de toros en las Islas. Lo cual nos honra, aunque haya, como es lógico, quienes no estén para nada de acuerdo con el hecho.
 

Aunque tal afición nunca arraigó entre nosotros, con la que está cayendo, necesito manifestarme sin ambages a favor de los toros; y cuando digo esto, no me refiero a esa manida frase de... "En defensa de los toros", porque es falsa de cuerno a rabo. A los toros los defendemos los que estamos en contra de que se los martirice. La frase correcta para lo contrario debería ser "en defensa del espectáculo taurino", que no de los toros.

Dándole vueltas al asunto, me ha dado por elucubrar sobre un diálogo imposible, pero que, tal vez, sirva para romper una lanza (mejor una puya) en favor de estos bóvidos: Y si preguntáramos a los toros qué les parece la Fiesta Nacional, y ellos fueran capaces de entender la pregunta y nosotros capaces de entender la respuesta... ¿imaginan lo que podrían decirnos? Supongo que, entre mugido y bramido, nos mandarían a tomar por donde toman los aviones.


Y si, entrando en detalles sobre la lidia, pudiéramos preguntarle a algún toro, a ése que, muy de tarde en tarde, resulta indultado y, hecho unos zorros, es devuelto al toril para que lo remienden... cuál fue su tercio preferido. ¿Qué diría? Seguro que nos mandaría a tomar por donde toman los aviones.

Hacer sufrir por gusto a cualquier animal es una salvajada propia de pueblos bárbaros.


Entiendo que en épocas pasadas ese entretenimiento fuera cosa común, pero a estas alturas de civilización no tiene razón de ser. Con todo, aún hay quienes se atreven a asegurar que el toro bravo, como tal, no siente el dolor que se le inflige.

Preguntado al respecto, el astado aduce: "Les hablaré del castigo más leve. Prueben ustedes a clavarse esos arpones en la espalda, o en las nalgas que está más blandito, y después me cuentan... ¡Ah! Y váyanse a tomar por donde toman los aviones".

P.D.: Recuerden quitarse antes las banderillas.

Miguel Ángel G. Yanes

19/3/10

LA PLICA

Al leer con detenimiento la entrevista efectuada a Cecilia Domínguez en las páginas de La Opinión de Tenerife, termino coincidiendo con su apreciación de que, es la ética del jurado lo que en realidad engrandece un premio literario. Y es entonces cuando caigo en la cuenta de que jamás he relatado públicamente, algo que tiene cierta similitud con el tongo acaecido en el premio de novela Alfonso García Ramos que, en su día, ella misma desveló.

Años ha, presenté un poemario a un certamen convocado por un organismo oficial. Pues bien, una vez fallado y no habiendo conseguido dicho premio, acudí, tal y como permitían las bases del mismo, a retirar mi trabajo que, como saben bien los que se dedican a estas lides, nos cuesta unos buenos euros entre papel, tinta, sobres, gastos de correos... por lo que, es de agradecer la recuperación de las copias, en los pocos concursos en los que no son destruidas.


Una vez mostrado el correspondiente resguardo, me devolvieron las seis copias entregadas y la plica, que es, lo digo para los que no estén familiarizados con el tema, un sobre cerrado que contiene los datos del autor. Yo, ingenuo de mí, cogí todo el material sin prestarle demasiada atención, y me marché tan pancho. Pero hete aquí que al llegar a casa, observo con incredulidad que la plica estaba abierta por uno de sus bordes. Se me llevaron todos los demonios (me suele ocurrir de vez en cuando) y la impotencia me hizo soltar un buen montón de palabrotas.

Se supone que la única plica que debe abrirse es la perteneciente al trabajo ganador. ¿Alguien podría explicarme por qué aquélla estaba abierta?

Lo cierto es que resultaba motivo más que suficiente para impugnar el certamen, pero para ello debí andar más listo y percatarme en el instante exacto de la recepción, no después; y tener algún testigo... ¡claro!

No había forma de demostrar que la plica me fue entregada abierta.

Recuerdo que en aquellos momentos comenté la "anécdota" con mi amigo Adolfo Martín Coello, y mi asombro fue mayúsculo al enterarme de que, tiempo atrás, a él le había ocurrido lo mismo; y que también picó de ingenuo, como yo. Entonces nos planteamos que, tal vez, a los ojos de algunos-as, no teníamos el caché suficiente para recibir ese premio, o quizá fuéramos políticamente inadecuados para sus intereses, o vaya usted a saber que otras razones de oscuro e inexplicable peso, por lo que, a partir de ahí, mirábamos todo lo referente a estos eventos con la lupa de la desconfianza.


Como desconozco si esas situaciones anómalas se producen a menudo o no, quiero llamar la atención, sobre todo de los jóvenes escritores, para que procuren "estar al loro" y no permitan que les tomen el pelo.

Miguel Ángel G. Yanes

18/3/10

EL MATACÁN

Cuando lo conocí era ya un hombre bastante mayor, alto, seco, de ojos claros, pelo cano y seriedad extrema. Tenía fama de brusco, lo que a los chicos nos daba cierto temor, por lo que solíamos rehuirle, aunque, a fuer de ser sincero, he de decir que siempre lo vi comportarse educadamente. ¡Eso sí! cortante y parco en palabras como nadie.

Todos los vecinos sabíamos que había sido perseguido tenazmente durante la posguerra, lo que le obligó a vivir a salto de mata, huyendo siempre, escondiéndose acá y allá, dando esquinazo a sus acosadores.


Nunca supe por qué lo llamaban "El Matacán", siempre creí que era un apodo sin más, hasta que muchos años después me enteré de lo que una de las múltiples acepciones de dicha palabra significaba:

"Liebre que ha sido perseguida muchas veces por los perros pero nunca ha sido cogida por ellos; de ahí lo de Matacán, porque mata a los canes haciéndolos correr hasta la extenuación.

Miguel Ángel G. Yanes

14/3/10

FIEL AMIGO EL LIBRO

Me abrió los ojos, a esa parte de la realidad que encierra la desigualdad y el abismo económico entre ricos y pobres, mi buen amigo José María Trujillo; fue a través de una categórica frase que deja caer Gabriel García Márquez en su novela Cien años de soledad (para mí, de las mejores obras que he leído) y que había subrayado en rojo: 

"El día que la mierda tenga valor, 
los pobres nacerán sin culo".

Vino a tiro hecho, a primera hora de la mañana, con el libro abierto entre las manos, a mostrársela a don Juan González Albertos (q.e.p.d.) que era la persona de mayor edad en aquella caótica oficina, y posteriormente a mí, que era el más joven, recién incorporado, apenas con diecisiete añitos, a aquel maldito pademonium. Al leerla, son Juan cabeceó seriamente con una severa mueca de sus labios, y yo sonreí por la gracia que me causó la frase. Dos posturas diferentes, aunque no encontradas: la vejez y la juventud, el omega y el alfa de la propia vida.

Cien años de soledad era un libro que siempre estuvo en casa, pero jamás me había atrevido a leerlo. Su portada, con aquella viejita encogida en una silla, en el rincón de una habitación de baldosas azules y blancas, traslucía tanta tristeza y tanta soledad, que sólo mirarlo ya me inspiraba grima.




Bastó aquella frase, para que esa tarde diera con él, y me pusiera a leerlo con fruición; apenas me duró dos días. Hace casi cuarenta años de ello, pero sus imágenes (perdón... ¡mis imágenes!) siguen nítidas en mi memoria. Ahí estriba el tremendo poder de la literatura y su magia incontestable: cada lector crea sus propios personajes; les da una forma, unos rasgos, una voz... que nada tienen que ver con los que puedan darle otras personas, aunque la historia sea exactamente la misma. Cuando leemos, nuestras neuronas están trabajando a destajo, siguiendo el hilo conductor que el autor ofrece, crean un cielo, unas nubes, un paisaje... dan forma a todo un universo ¡único, irrepetible! Cosa que no pueden hacer cuando la imagen viene dada de antemano. Por eso, cuando leo una buena obra literaria, si luego, por los lazos del demonio, es llevada a la pantalla, siempre evito visionarla, porque esas imágenes físicas, mucho más cómodas ¡qué duda cabe! van a superponerse, irremediablemente, sobre las mías que terminarán por desaparecer.

Por ello, reivindico desde aquí el poder, la magia y la sabiduría que los libros encierran.


Hoy que la tecnología apunta hacia el libro electrónico o digital como si fuera el summun, sé de antemano que nunca me acostumbraré a él. Para mí, los libros siempre han sido fieles compañeros de este viaje fugaz al que llamamos vida, y no quiero renunciar a ellos por mucho que se empecinen, la industria, el mercado o la propia sociedad. Los necesito a mi lado. Necesito sentir el tacto del papel, el olor de la tinta, el peso de sus páginas, pero también al espíritu vegetal que todavía se manifiesta en esa carne de árbol, palpitando entre mis manos... respirando también cuando respiro.

Miguel Ángel G. Yanes